la dignidad de los sefardies
Capítulo
8
Las heridas del
cuerpo suelen cicatrizar con rapidez. Las que quedan realmente expuestas al
exterior y a la infección son las del alma y ésas estaban causando honda mella
entre nosotros. Como hombres, como amigos y como seres humanos.
Jesús y Samuel
habían sufrido y compartido dolor físico, pero lo peor de todo era que habían
conocido el dolor psíquico, viendo lo que veían a diario.
Los castigos físicos
del Arbeitdiensfuhrer, dejaban profundas
marcas en el cuerpo. El sufrimiento y la vejación vivida, día a día, dejaban
aún más profundas huellas, imperceptibles a la vista, que marcaban el alma y el
espiritu de cualquier hombre.
Friederich Ulm, conocedor
de la naturaleza humana como nadie, sabía hundir y hurgar en la más profunda de
las miserias de la vida a cualquier prisionero o persona que osase mirarle
raro, o no obedecer una orden suya.
Afortunadamente, llegada
la primavera los días empezaron a ser más permisivos con nosotros.
A los que habíamos
conseguido sobrevivir al duro invierno, aquellos días nos parecían una
autentica bendición.
La patrulla de
limpieza, donde estábamos Francisco Feijoo y yo, vio muy incrementado su
trabajo pues tocaba ahora segar los alrededores del campamento, donde la
llegada de las temperaturas suaves de primavera había hecho que brotara con
renovada fuerza, la hierba y los matorrales.
Marcelino continuaba
con la ardua tarea de la comunicación, sintiéndose, como él decía, un poco
traidor por tener que reparar aquellos aparatos nazis, sin olvidar poner al día
los datos de prisioneros y continuar duplicando las fichas sin que nadie lo
supiera.
Un trabajo poco
vistoso y menos agradecido, pero como decía él, quizá algún día alguien podria
sacar provecho de todo esto.
Jesús y Samuel
continuaron en su labor con el incesante goteo de muertos, de depravaciones y
de naúseas, esta vez inspiradas muy de cerca por el Servicio Médico del Campo
que había establecido el programa de diferenciación racial y ya asesinaba sin
reparo a cualquier judío, para ver las diferencias fisicas y étnicas entre
judíos y arios, intentando justificar la superioridad de estos últimos.
Jesús continuaba
vomitando noche tras noche. Todos creíamos que lo que soportaba en sus labores
era la razón, más que justificada, de ello.
Pero cuando menos lo
esperábamos y parecíamos tener todo más encauzado, resignándonos en el día a
día, el desastre y la desdicha llamaron a nuestra puerta, inesperadamente.
Una de aquellas
mañanas, al levantarnos, nos dimos cuenta de que uno de los jóvenes polacos que
convivía con nosotros en el barracón, desde hacia ya mucho tiempo, estaba
moribundo, exhausto en el lecho, sin poder apenas moverse.
Alguno de sus
compatriotas al verlo en ese estado casi inerte y conocedores como éramos todos
de que el fin se aproximaba, llamó a Samuel para que oficiara con él la Semá, el último sacramento
como buen judío.
Samuel, como siempre
sin dudar, se aproximó hasta el moribundo, se sentó junto a él y le preguntó en
hebreo:
- ¿Quieres hacer la
confesión de fe judía, hermano?
El joven asintió con
su cabeza y con un hilo de voz habló al oído de Samuel, que pacientemente reconfortaba
con gestos de cariño al moribundo.
Esbozó aquel joven
una pequeña sonrisa, quizá como despedida final, dando la sensación de descanso
y, posteriormente, falleció en brazos de Samuel.
Samuel miró a su
alrededor, por si había alguien conocido o interesado, por ser familiar o
amigo, en cerrar los cansados ojos de aquel desdichado. Nadie.
Como siempre, Samuel
fue quien pasó la mano sobre la faz del fallecido y cerró sus ojos, bajando el
telón final de la vida.
- Bendito sea el
juez verdadero…
Luego Samuel tomó un
trozo de tela y con algo de agua, se dispuso a lavar el cuerpo del fallecido
como mandan los preceptos hebreos.
Una vez más, la
sombra negra apareció en el umbral del barracón cuando menos lo esperábamos,
sembrando el terror y la duda.
Friederich Ulm tenía
el don de la oportunidad y parecía ser capaz de oler la muerte a kilómetros de
distancia.
Todos se retiraron
hacia las paredes del barracón, alejándose del Arbeitdiensfuhrer, mientras éste
caminaba con paso firme hacia donde se encontraba Samuel con el difunto.
El cabrón esbozó una
pequeña sonrisa, mientras contemplaba impasible la escena, y no dejaba de mirar
a los ojos de Samuel.
Samuel tuvo los
cojones de devolverle la misma sonrisa e incluso mantenerle la mirada.
- Hijo de puta
Sefardí. Te lo advertí, miles y miles de veces, te vas a acordar de mí toda tu
vida… - le gritó el Arbeitdiensfuhrer a Samuel.
Luego Friederich Ulm
cogió de la solapa del traje de prisionero a Samuel y lo sacó arrastrando hasta
el exterior del barracón, arrojándole al suelo.
Marcelino, Jesús y
yo, salimos corriendo al exterior mientras mirábamos horrorizados la escena,
temiéndonos lo peor. La vida de Samuel pendía de un hilo.
Samuel se incorporo
tras caerse, quedándose de rodillas en el suelo. Continúo sonriendo.
No había perdido el
trapo con el que limpiaba el cuerpo del fallecido, antes de que apareciese
Friederich Ulm.
Y Samuel, comenzó a
lavarse la cara, las manos y el cuerpo mientras rezaba en hebreo como en señal
de despedida. Se limpiaba a si mismo el cuerpo, como manda la tradición hebrea,
conocedor de su fatal destino.
Friederich Ulm dio
dos pasos al frente hasta ponerse a su altura. Tenía la ira que ya conocíamos
brotándole por cada poro de la piel. Sin mediar palabra alguna, desenfundó su
arma reglamentaria y la puso en la sien de Samuel. El Arbiendiensfuhrer giró su
cabeza mirándonos a Marcelino, a Jesús y a mí, observando lo que hacíamos.
Jesús hizo un amago
de salir corriendo a por el Arbeitdiensfuhrer, pero Francisco Feijoo, que
andaba por allí, se lanzó a por él impidiendo que se suicidara de aquella
manera.
Mientras, Friederich
Ulm continuaba con el arma apuntando en la sien de Samuel, éste comenzó a
recitar en hebreo:
- ¡Oh tú, que a la
sombra vives del Altísimo y al abrigo del Todopoderoso!
Di al señor: ¡Oh
refugio, alcázar mío, mi Dios, en quien pongo toda mi esperanza ¡
Porque él…
Samuel se detuvo un
instante porque Friederich Ulm tiro hacia atrás del percutor de su arma, sin
separarlo de su cabeza. Samuel nos sonrió a nosotros, cerró los ojos y continúo
recitando.
- Porque él, del
lazo de los cazadores te…
Un sonido ciego inundó
todo. Cientos de pájaros salieron volando de los árboles de los alrededores
debido al estruendo.
Mientras, Friederich
Ulm guardaba el arma, aún humeante, giraba sobre sus pasos y desaparecía del
lugar gritando:
- ¡Scheiss-Jude!
Judío de mierda. Eran
las últimas palabras que el Arbeitdiensfuhrer le dedicaba a Samuel según se
marchaba, continuando en otra dirección su camino de horror y desasosiego.
Jesús se lanzaba
como un poseso en ayuda de Samuel, intentando con las propias manos taparle el
agujero que tenía en el cráneo, por donde manaba la sangre a borbotones,
impregnándole a él, y a los que estábamos alrededor, de rojo.
Poco nos importaba.
Samuel se marchaba y nosotros nos quedábamos aun más solos a partir de aquel
momento. Una dulce sonrisa quedaba en su rostro, mientras Jesús hacia la
confesión judía a Samuel y le cerraba los ojos como ordenaban las tradiciones
hebreas.
Jesús súbitamente
dejó de llorar, sacó un alicate de su bolsillo y arrancó a Samuel los tres
dientes de oro que tenía, guardándoselos en el bolsillo. El Sefardí español
había sido asesinado…
Pasamos el día en
silencio, sin hablar. Nos habían arrancado a un amigo personal y un amigo comun
a todos los que sobrevivíamos en el barracón. Curiosamente, Jesús había dejado
de vomitar desde aquella noche.
Nuevamente y a
última hora de la noche Friederich Ulm hizo acto de presencia en el barracón y,
sin mediar palabra alguna, se personó ante Jesús.
Parecía como si
Jesús supiera que iba a acudir a buscarle y Friederich Ulm sin mediar palabra
le hizo un gesto con la mano, estirando ésta, aguardando algo.
Jesús agachó la
cabeza y se dirigió hacia donde tenía colgada la bata de trabajo, impregnada
aún de la sangre de Samuel. Introdujo la mano en el bolsillo de la bata y saco
los tres dientes de oro que entregó al Arbeitdiensfuhrer.
Luego, aquel hombre
negro desapareció por la puerta de salida del barracón, con una sonora
carcajada.
Jesús levantó la
cabeza según se marchaba el Arbeitdiensfuhrer, con una sonrisa que le brotaba
del corazón. Parecía que la muerte de Samuel, le había centrado de una vez por
todas hasta el extremo de que Marcelino, Francisco Feijoo y yo sufríamos por su
aparente entereza y seriedad.
Aquella misma noche,
a las cinco de la mañana, Jesús nos despertó a los tres y se empeñó en que
teníamos que hablar. Aun somnolientos, le prestamos toda la atención que nos
fue posible.
- Ha llegado el
momento, amigos. No podemos esperar más. Todo en la vida tiene un límite y
nosotros ya hemos sufrido demasiado. Alguien tiene que marcharse y llevarse la
“dignidad de los sefardíes” a España…
- Pero… ¿A qué te
refieres, Jesús? – le pregunté preocupado.
- Pues a que ya es
hora de que alguno de nosotros se marche de aquí y lleve un paquete a España.
- ¿Te has vuelto
loco? – le insistio Marcelino.
- Estoy más cuerdo
que nunca y nunca lo he tenido mas claro. Lo de Samuel es la gota que colma el
vaso y no me voy a morir sin que alguno de nosotros tenga, al menos, la
oportunidad de salir libre de aquí…
Nos miramos todos
durante unos instantes pensando si Jesús no se habría vuelto loco, pero
nuestras caras de conformismo y extrañeza parecían hacer que su ira se
encendiera. Una ira que hasta entonces no habíamos conocido.
- ¡Lo digo en serio,
Ostias! Tenemos que hacer algo y tiene que ser ya. Yo ya tengo, hace mucho
tiempo, todo pensado…
- ¿Pero, estás
seguro de lo que dices, Jesús? – le preguntó Francisco Feijoo.
- Tan claro como la
luz del día que vemos, de momento, todas las mañanas, pero llevamos sin
disfrutar años. Yo soy partidario de morir por una causa y ya no soporto más
vivir a cara o cruz, como habéis visto ayer, según los deseos de un gran hijo
de puta… y ayer decidió que Samuel había terminado…
Sus palabras
parecían cada vez mas seguras y convencidas de que debíamos hacer algo
definitivamente, así que tras cientos de preguntas, dudas y razonamientos
pusimos toda la atención en sus palabras. Palabras que, vista la situación,
sonaban a esperanza.
- Mi idea es la
siguiente: yo no puedo escaparme de aquí fácilmente, el único momento en que tendría
una oportunidad, es cuando acudiera al horno crematorio. Salir corriendo y que
mis piernas y mi corazón respondan. Marcelino también lo tiene complicado, él
no tiene acceso al exterior, pero resulta vital en la idea que he desarrollado.
Los que debéis intentar escapar por todos los medios sois vosotros dos,
Francisco Feijoo y tu, Serafín.
- Pero yo no os
quiero dejar aquí… abandonados a vuestra suerte. Ha sido demasiado tiempo
juntos - le contesté.
- Efectivamente ha
sido demasiado tiempo juntos y nuestra suerte está echada Serafín. Y ni tú, ni
nadie, impedirá que esta llegue. Vosotros dos al estar trabajando en el
exterior siempre tendréis alguna oportunidad más que nosotros. Debéis salir
corriendo ambos en dirección opuesta uno al otro y siempre que tengáis cerca la
arboleda exterior. Sois rudos y aún os quedan fuerzas para intentarlo. Tú,
Serafín, llevarás un paquete que te voy a entregar y si consigues escapar,
dirígete hacia Dijon donde estuvimos colaborando con nuestros compañeros de la
resistencia. Francisco, tú has de dirigirte hacia allí de igual manera. No
vayáis juntos, llamarías más la atención. Una vez en Dijon, contactad con los
amigos de la resistencia y buscad un mensaje cifrado, que os enviará Marcelino,
diciendo cómo nos han ido las cosas. Sabeís de sobra como transcribir esos
códigos y en ese mensaje estarán las instrucciones claras y concisas de lo que
debeís hacer con el paquete…
- Pero…¿Cuándo
tienes pensado que pongamos en práctica todo esto, Jesús? – preguntamos
Francisco Feijoo y yo, asustados e incrédulos.
- Mañana es un bello
día para empezar a ser libres – nos dijo con rotundidad.
Marcelino era quien
guardaba silencio. Tras un rato de reflexión habló.
- Creo que Jesús
tiene razón. Los que peor lo tenemos para escapar de aquí somos él y yo.
Intentaremos largarnos con la confusión de vuestra huida, si el cabronazo ése
no se da cuenta y nos surge la más mínima oportunidad. Luego lo que dice Jesús,
os enviamos un mensaje codificado mañana mismo, un mensaje diciendo como han
ido las cosas y que debeís hacer con “el paquete” de Jesús que, la verdad, no
tengo ni idea de lo que se trata…
Jesús nos miro a
todos sonrientes. Ninguno era conocedor de qué era el paquete ni lo que
contenía.
- Júrame una cosa,
Serafín. Júrame que no abrirás este paquete hasta que estés seguro de que
estáis ambos a salvo, tú y el paquete. Recuerda que su contenido es la llamada
por mí “dignidad de los sefardíes”. Todo un logro… que luego te hará entender
un montón de cosas. Lo de enviaros el mensaje con posterioridad es para que
nadie pueda sospechar lo que lleváis en el paquete.
- Bien, bien. Pero…
¿y si no lo conseguís? ¿Y si murierais? – pregunté a ambos.
- Habrá merecido la
pena amigo, habrá merecido la pena… Aunque sólo uno de nosotros lo consiga, con
el intento habrá merecido la pena…
- Si alguno de los
dos llega a Dijon, buscaremos el mensaje cifrado con las instrucciones en los
servicios de inteligencia de la Resistencia y os esperaremos en España, donde
por cierto, tampoco se nos quiere mucho a los Republicanos – dijo Francisco
Feijoo.
- Tú Francisco
Feijoo o tú Serafín, cualquiera de los dos si llegáis a Dijon, esperáis unos
días la llegada del otro. Si veis que pasados unos días no tenéis noticias uno
del otro, es que alguno habrá fracasado o muerto. Si no encontráis ninguno de
los dos el código cifrado que os vamos a enviar, es que los muertos seremos
entonces nosotros, así que tú Serafín, ya sabes, a guardar el paquete y tú
Francisco, a Lisboa, a cantar Fados en nuestro honor…
Nos abrazamos todos
conocedores de que nos íbamos a jugar la vida a cara o cruz y teniendo muchas
posibilidades de que saliera cruz para los cuatro. Pero que demonios… ¡debíamos
intentarlo!
Jesús desapareció
durante un largo rato de nuestra vera y apareció con el dichoso paquete entre
las manos.
- Llévalo como si de
tu vida misma se tratara, Serafín. Y recuerda, no mires lo que hay dentro hasta
no estar seguro de que nadie te sigue y que tú te encuentras a salvo…
- Yo os esperaré en
España, dejaré pistas para que me encontréis, porque vosotros sabéis donde
encontrarme…- les dije.
Nos fundimos
nuevamente todos en un abrazo de despedida. No había sido necesario divagar
mucho sobre lo que íbamos a hacer. La muerte de Samuel nos había aclarado
bastante las ideas y no podíamos pasar ni un día más siendo los perros de
Friederich Ulm.
Aquella noche no
pudimos conciliar más el sueño, temerosos de lo que íbamos a hacer. Habíamos
estado tanto tiempo sometidos que no recordábamos la libertad y la posibilidad
de ésta nos acogotaba.
Cuando el sol salió,
el Campo de Concentración comenzó a ponerse en funcionamiento y cada uno de
nosotros acudió a sus quehaceres diarios como cualquier otra jornada.
Marcelino me abrazó
antes de partir y con lágrimas en los ojos me comentó:
- Suerte a todos.
Tengo que esconder unas fichas y anotar en la parte trasera unos últimos datos…
Nos veremos pronto. No se dónde, pero nos veremos…
Me quedé un poco
desconcertado ante sus palabras, pero el abrazo con Jesús me devolvió a la
realidad.
- Cuida el paquete.
Nos veremos pronto… - me dijo a modo de despedida.
Escondí con
paciencia bajo mis ropas, el paquete que Jesús me había dado, pero su peso
hacía que me costara moverme con ligereza. Era un paquete pequeño de tamaño,
pero pesado.
Junto a Francisco
Feijoo, salí al exterior a continuar con las labores de desbroce y limpieza.
Los nervios nos comían a ambos, pues dudábamos, nos mirábamos buscando la
oportunidad ideal, todo era un puro nervio.
En una de los ratos
vimos pasar al bueno de Jesús hacia el horno crematorio y, mientras empujaba el
carro con los fallecidos, nos miraba a Francisco y a mí con cara de decir que a
qué estábamos esperando para intentarlo.
En una de las breves
paradas que tuvimos en la faena, le dije a Francisco Feijoo que iba a pedir
permiso para ir a hacer mis necesidades, alejado unos metros del grupo de
trabajo.
- Inténtalo en ese
momento Serafín, sal corriendo en la dirección que tengas mas próxima al bosque
y yo, con la confusión del momento, intentaré la huida en dirección contraria a
la tuya y que Dios reparta suerte, hermano…
Estrechamos con
fuerza nuestras manos y le dije que estaba de acuerdo, que aquél era el
instante adecuado. Le di dos cachetes en la cara en señal de despedida. Una
sonrisa recorrió plácidamente la cara de ambos. Era claramente el momento,
entonces o nunca.
Me levanté y me
dirigí hacia uno de los dos soldados que nos custodiaban y que nos conocían a
todos sobradamente del tiempo que llevábamos en el pelotón. Le solicité permiso
para separarme unos metros del grupo para hacer mis necesidades. No me puso
ningún reparo, como siempre solían hacer.
Comencé a andar
entonces en dirección hacia el bosque, intentando ganar todos los metros que me
fueran posibles. Cuando llevaba una veintena de metros andados, escuché el
grito del soldado a mis espaldas:
- Ruhe, ruhe…
Quieto, quieto, me
decía con voz confiada y refiriéndose a que no me distanciara más de ellos. Me
agaché entonces en la zona de hierba alta, simulando hacer mis necesidades y
aguardé unos instantes. Pude escuchar el latido de mi corazón, a doscientas
pulsaciones por minuto, durante unos breves instantes. Luego sentí toda la
adrenalina subir hasta mi cabeza, me puse en pie y comencé a correr como un
poseso, intentando alcanzar los árboles.
Breves instantes
después, los gritos de los soldados alemanes al verme intentar huir, comenzaron
a retumbar a mi alrededor.
- ¡Anhalten!
¡Anhalten! – me gritaban, para que me detuviera.
Escuché entonces el
sonido metálico del cierre de los fusiles, cargándose y preparandose para disparar
contra mí. Giré la cabeza sin dejar de correr y pude ver a mi amigo Francisco
Feijoo abalanzándose al cuello de uno de los soldados que iba a dispararme.
Me detuve unos
instantes viendo su suerte, mientras Francisco Feijoo no paraba de gritarme que
corriera, mientras forcejeaba con el soldado en el suelo.
Otros compañeros del
pelotón se lanzaban a la huida desesperada, en cualquier dirección aprovechando
la confusión del momento.
-¡Corre Serafín,
corre! - me gritaba Francisco Feijoo, luchando a brazo partido con aquel
soldado nazi.
Volví a emprender la
desenfrenada carrera pensando por qué el maldito Francisco Feijoo, de manera
estúpida, había hecho aquella locura.
Luego escuché a mis
espaldas muchísimos gritos lejanos y muchos disparos sordos en todas direcciones.
Los gritos de Francisco Feijoo cesaron.
Una lágrima corrió
por mi mejilla mientras mis piernas me llevaban a la ansiada y deseada
libertad. Aquella era una lágrima por Francisco Feijoo, el amigo que jamas
podria regresar a su natal Lisboa para cantar fados…
Durante todo el día
no cesé de correr en busca de la libertad. Monte a través evitando los núcleos
y las poblaciones que podían resultarme peligrosos.
Tenía la extraña
sensación de sentir el aliento del Arbeitdiensfuhrer en mi cogote y aquello me espoleaba
a seguir corriendo y corriendo.
Cuando la noche
llegó, no sabía a qué distancia estaba de Natzweiler- Struthof, pero sentí por
primera vez que empezaba a ser persona. Algo que habia olvidado mucho tiempo
atrás.
Tuve suerte de
encontrar en medio de la nada un caserío, del cual no obtuve más que unos
pantalones roídos que estaban colgados junto al granero y una camisa limpia e
impoluta que estaba tendida.
Me quité las ropas
que había llevado durante tanto tiempo y las enterré en lo más profundo del
bosque.
Prefería andar
desnudo a tener que volver a ponerme aquella maldita ropa que me acompañó en el
sufrimiento durante tanto tiempo.
Cuando desabroché la
chaqueta, cayó al suelo el paquete que me había entregado Jesús y pensé en mis
amigos. Francisco Feijoo se había sacrificado por mí sin pedir nada a cambio,
demostrando la amistad que nos había unido, pero quedaban en
Natzweiler-Struthof, solos, Jesús y Marcelino . ¿Podrían escapar? ¿Qué habría
sido de ellos?
Me puse ambas
prendas y continué camino a Dijon, orientándome por las estrellas.
La camisa olía a
limpia y hacía tanto tiempo que no había tenido esa sensación sobre mi piel que
me trajo recuerdos de cuando yo era persona, en España.
Después de
muchísimas horas ininterrumpidas de correr y caminar, mi cuerpo no soportó más
el cansancio y me tumbé sobre una mullida y fresca cama de hierba y hojas que
preparé en medio del bosque.
Las estrellas, la
soledad y la esperanza de que mis amigos sobrevivieran al horror serian mis
únicas compañeras desde ese momento.
Y si los malditos
nazis seguían mis pasos, no me importaba que acabaran conmigo en aquel lugar
que, al menos, resultaba digno para morir. Cualquier sitio era mejor para morir
que Natzweiler-Struthof…