lunes, 29 de febrero de 2016

la dignidad de los sefardies - capitulo 8


la dignidad de los sefardies
Capítulo 8

Las heridas del cuerpo suelen cicatrizar con rapidez. Las que quedan realmente expuestas al exterior y a la infección son las del alma y ésas estaban causando honda mella entre nosotros. Como hombres, como amigos y como seres humanos.

Jesús y Samuel habían sufrido y compartido dolor físico, pero lo peor de todo era que habían conocido el dolor psíquico, viendo lo que veían a diario.

Los castigos físicos del  Arbeitdiensfuhrer, dejaban profundas marcas en el cuerpo. El sufrimiento y la vejación vivida, día a día, dejaban aún más profundas huellas, imperceptibles a la vista, que marcaban el alma y el espiritu de cualquier hombre.

Friederich Ulm, conocedor de la naturaleza humana como nadie, sabía hundir y hurgar en la más profunda de las miserias de la vida a cualquier prisionero o persona que osase mirarle raro, o no obedecer una orden suya.

Afortunadamente, llegada la primavera los días empezaron a ser más permisivos con nosotros.

A los que habíamos conseguido sobrevivir al duro invierno, aquellos días nos parecían una autentica bendición.

La patrulla de limpieza, donde estábamos Francisco Feijoo y yo, vio muy incrementado su trabajo pues tocaba ahora segar los alrededores del campamento, donde la llegada de las temperaturas suaves de primavera había hecho que brotara con renovada fuerza, la hierba y los matorrales.

Marcelino continuaba con la ardua tarea de la comunicación, sintiéndose, como él decía, un poco traidor por tener que reparar aquellos aparatos nazis, sin olvidar poner al día los datos de prisioneros y continuar duplicando las fichas sin que nadie lo supiera.

Un trabajo poco vistoso y menos agradecido, pero como decía él, quizá algún día alguien podria sacar provecho de todo esto.

Jesús y Samuel continuaron en su labor con el incesante goteo de muertos, de depravaciones y de naúseas, esta vez inspiradas muy de cerca por el Servicio Médico del Campo que había establecido el programa de diferenciación racial y ya asesinaba sin reparo a cualquier judío, para ver las diferencias fisicas y étnicas entre judíos y arios, intentando justificar la superioridad de estos últimos.

Jesús continuaba vomitando noche tras noche. Todos creíamos que lo que soportaba en sus labores era la razón, más que justificada, de ello.

Pero cuando menos lo esperábamos y parecíamos tener todo más encauzado, resignándonos en el día a día, el desastre y la desdicha llamaron a nuestra puerta, inesperadamente.

Una de aquellas mañanas, al levantarnos, nos dimos cuenta de que uno de los jóvenes polacos que convivía con nosotros en el barracón, desde hacia ya mucho tiempo, estaba moribundo, exhausto en el lecho, sin poder apenas moverse.

Alguno de sus compatriotas al verlo en ese estado casi inerte y conocedores como éramos todos de que el fin se aproximaba, llamó a Samuel para que oficiara con él la Semá, el último sacramento como buen judío.

Samuel, como siempre sin dudar, se aproximó hasta el moribundo, se sentó junto a él y le preguntó en hebreo:

- ¿Quieres hacer la confesión de fe judía, hermano?

El joven asintió con su cabeza y con un hilo de voz habló al oído de Samuel, que pacientemente reconfortaba con gestos de cariño al moribundo.

Esbozó aquel joven una pequeña sonrisa, quizá como despedida final, dando la sensación de descanso y, posteriormente, falleció en brazos de Samuel.

Samuel miró a su alrededor, por si había alguien conocido o interesado, por ser familiar o amigo, en cerrar los cansados ojos de aquel desdichado. Nadie.

Como siempre, Samuel fue quien pasó la mano sobre la faz del fallecido y cerró sus ojos, bajando el telón final de la vida.

- Bendito sea el juez verdadero…

Luego Samuel tomó un trozo de tela y con algo de agua, se dispuso a lavar el cuerpo del fallecido como mandan los preceptos hebreos.

Una vez más, la sombra negra apareció en el umbral del barracón cuando menos lo esperábamos, sembrando el terror y la duda.

Friederich Ulm tenía el don de la oportunidad y parecía ser capaz de oler la muerte a kilómetros de distancia.

Todos se retiraron hacia las paredes del barracón, alejándose del Arbeitdiensfuhrer, mientras éste caminaba con paso firme hacia donde se encontraba Samuel con el difunto.

El cabrón esbozó una pequeña sonrisa, mientras contemplaba impasible la escena, y no dejaba de mirar a los ojos de Samuel.

Samuel tuvo los cojones de devolverle la misma sonrisa e incluso mantenerle la mirada.

- Hijo de puta Sefardí. Te lo advertí, miles y miles de veces, te vas a acordar de mí toda tu vida… - le gritó el Arbeitdiensfuhrer a Samuel.

Luego Friederich Ulm cogió de la solapa del traje de prisionero a Samuel y lo sacó arrastrando hasta el exterior del barracón, arrojándole al suelo.

Marcelino, Jesús y yo, salimos corriendo al exterior mientras mirábamos horrorizados la escena, temiéndonos lo peor. La vida de Samuel pendía de un hilo.

Samuel se incorporo tras caerse, quedándose de rodillas en el suelo. Continúo sonriendo.

No había perdido el trapo con el que limpiaba el cuerpo del fallecido, antes de que apareciese Friederich Ulm.

Y Samuel, comenzó a lavarse la cara, las manos y el cuerpo mientras rezaba en hebreo como en señal de despedida. Se limpiaba a si mismo el cuerpo, como manda la tradición hebrea, conocedor de su fatal destino.

Friederich Ulm dio dos pasos al frente hasta ponerse a su altura. Tenía la ira que ya conocíamos brotándole por cada poro de la piel. Sin mediar palabra alguna, desenfundó su arma reglamentaria y la puso en la sien de Samuel. El Arbiendiensfuhrer giró su cabeza mirándonos a Marcelino, a Jesús y a mí, observando lo que hacíamos.

Jesús hizo un amago de salir corriendo a por el Arbeitdiensfuhrer, pero Francisco Feijoo, que andaba por allí, se lanzó a por él impidiendo que se suicidara de aquella manera.

Mientras, Friederich Ulm continuaba con el arma apuntando en la sien de Samuel, éste comenzó a recitar en hebreo:

- ¡Oh tú, que a la sombra vives del Altísimo y al abrigo del Todopoderoso!

Di al señor: ¡Oh refugio, alcázar mío, mi Dios, en quien pongo toda mi esperanza ¡

Porque él…

Samuel se detuvo un instante porque Friederich Ulm tiro hacia atrás del percutor de su arma, sin separarlo de su cabeza. Samuel nos sonrió a nosotros, cerró los ojos y continúo recitando.

- Porque él, del lazo de los cazadores te…

Un sonido ciego inundó todo. Cientos de pájaros salieron volando de los árboles de los alrededores debido al estruendo.

Mientras, Friederich Ulm guardaba el arma, aún humeante, giraba sobre sus pasos y desaparecía del lugar gritando:

- ¡Scheiss-Jude!

Judío de mierda. Eran las últimas palabras que el Arbeitdiensfuhrer le dedicaba a Samuel según se marchaba, continuando en otra dirección su camino de horror y desasosiego.

Jesús se lanzaba como un poseso en ayuda de Samuel, intentando con las propias manos taparle el agujero que tenía en el cráneo, por donde manaba la sangre a borbotones, impregnándole a él, y a los que estábamos alrededor, de rojo.

Poco nos importaba. Samuel se marchaba y nosotros nos quedábamos aun más solos a partir de aquel momento. Una dulce sonrisa quedaba en su rostro, mientras Jesús hacia la confesión judía a Samuel y le cerraba los ojos como ordenaban las tradiciones hebreas.

Jesús súbitamente dejó de llorar, sacó un alicate de su bolsillo y arrancó a Samuel los tres dientes de oro que tenía, guardándoselos en el bolsillo. El Sefardí español había sido asesinado…

Pasamos el día en silencio, sin hablar. Nos habían arrancado a un amigo personal y un amigo comun a todos los que sobrevivíamos en el barracón. Curiosamente, Jesús había dejado de vomitar desde aquella noche.

Nuevamente y a última hora de la noche Friederich Ulm hizo acto de presencia en el barracón y, sin mediar palabra alguna, se personó ante Jesús.

Parecía como si Jesús supiera que iba a acudir a buscarle y Friederich Ulm sin mediar palabra le hizo un gesto con la mano, estirando ésta, aguardando algo.

Jesús agachó la cabeza y se dirigió hacia donde tenía colgada la bata de trabajo, impregnada aún de la sangre de Samuel. Introdujo la mano en el bolsillo de la bata y saco los tres dientes de oro que entregó al Arbeitdiensfuhrer.

Luego, aquel hombre negro desapareció por la puerta de salida del barracón, con una sonora carcajada.   

Jesús levantó la cabeza según se marchaba el Arbeitdiensfuhrer, con una sonrisa que le brotaba del corazón. Parecía que la muerte de Samuel, le había centrado de una vez por todas hasta el extremo de que Marcelino, Francisco Feijoo y yo sufríamos por su aparente entereza y seriedad.

Aquella misma noche, a las cinco de la mañana, Jesús nos despertó a los tres y se empeñó en que teníamos que hablar. Aun somnolientos, le prestamos toda la atención que nos fue posible.

- Ha llegado el momento, amigos. No podemos esperar más. Todo en la vida tiene un límite y nosotros ya hemos sufrido demasiado. Alguien tiene que marcharse y llevarse la “dignidad de los sefardíes” a España…

- Pero… ¿A qué te refieres, Jesús? – le pregunté preocupado.

- Pues a que ya es hora de que alguno de nosotros se marche de aquí y lleve un paquete a España.

- ¿Te has vuelto loco? – le insistio Marcelino.

- Estoy más cuerdo que nunca y nunca lo he tenido mas claro. Lo de Samuel es la gota que colma el vaso y no me voy a morir sin que alguno de nosotros tenga, al menos, la oportunidad de salir libre de aquí…

Nos miramos todos durante unos instantes pensando si Jesús no se habría vuelto loco, pero nuestras caras de conformismo y extrañeza parecían hacer que su ira se encendiera. Una ira que hasta entonces no habíamos conocido.

- ¡Lo digo en serio, Ostias! Tenemos que hacer algo y tiene que ser ya. Yo ya tengo, hace mucho tiempo, todo pensado…

- ¿Pero, estás seguro de lo que dices, Jesús? – le preguntó Francisco Feijoo.

- Tan claro como la luz del día que vemos, de momento, todas las mañanas, pero llevamos sin disfrutar años. Yo soy partidario de morir por una causa y ya no soporto más vivir a cara o cruz, como habéis visto ayer, según los deseos de un gran hijo de puta… y ayer decidió que Samuel había terminado…

Sus palabras parecían cada vez mas seguras y convencidas de que debíamos hacer algo definitivamente, así que tras cientos de preguntas, dudas y razonamientos pusimos toda la atención en sus palabras. Palabras que, vista la situación, sonaban a esperanza.

- Mi idea es la siguiente: yo no puedo escaparme de aquí fácilmente, el único momento en que tendría una oportunidad, es cuando acudiera al horno crematorio. Salir corriendo y que mis piernas y mi corazón respondan. Marcelino también lo tiene complicado, él no tiene acceso al exterior, pero resulta vital en la idea que he desarrollado. Los que debéis intentar escapar por todos los medios sois vosotros dos, Francisco Feijoo y tu, Serafín.

- Pero yo no os quiero dejar aquí… abandonados a vuestra suerte. Ha sido demasiado tiempo juntos - le contesté.

- Efectivamente ha sido demasiado tiempo juntos y nuestra suerte está echada Serafín. Y ni tú, ni nadie, impedirá que esta llegue. Vosotros dos al estar trabajando en el exterior siempre tendréis alguna oportunidad más que nosotros. Debéis salir corriendo ambos en dirección opuesta uno al otro y siempre que tengáis cerca la arboleda exterior. Sois rudos y aún os quedan fuerzas para intentarlo. Tú, Serafín, llevarás un paquete que te voy a entregar y si consigues escapar, dirígete hacia Dijon donde estuvimos colaborando con nuestros compañeros de la resistencia. Francisco, tú has de dirigirte hacia allí de igual manera. No vayáis juntos, llamarías más la atención. Una vez en Dijon, contactad con los amigos de la resistencia y buscad un mensaje cifrado, que os enviará Marcelino, diciendo cómo nos han ido las cosas. Sabeís de sobra como transcribir esos códigos y en ese mensaje estarán las instrucciones claras y concisas de lo que debeís hacer con el paquete…

- Pero…¿Cuándo tienes pensado que pongamos en práctica todo esto, Jesús? – preguntamos Francisco Feijoo y yo, asustados e incrédulos.

- Mañana es un bello día para empezar a ser libres – nos dijo con rotundidad.

Marcelino era quien guardaba silencio. Tras un rato de reflexión habló.

- Creo que Jesús tiene razón. Los que peor lo tenemos para escapar de aquí somos él y yo. Intentaremos largarnos con la confusión de vuestra huida, si el cabronazo ése no se da cuenta y nos surge la más mínima oportunidad. Luego lo que dice Jesús, os enviamos un mensaje codificado mañana mismo, un mensaje diciendo como han ido las cosas y que debeís hacer con “el paquete” de Jesús que, la verdad, no tengo ni idea de lo que se trata…

Jesús nos miro a todos sonrientes. Ninguno era conocedor de qué era el paquete ni lo que contenía.

- Júrame una cosa, Serafín. Júrame que no abrirás este paquete hasta que estés seguro de que estáis ambos a salvo, tú y el paquete. Recuerda que su contenido es la llamada por mí “dignidad de los sefardíes”. Todo un logro… que luego te hará entender un montón de cosas. Lo de enviaros el mensaje con posterioridad es para que nadie pueda sospechar lo que lleváis en el paquete.

- Bien, bien. Pero… ¿y si no lo conseguís? ¿Y si murierais? – pregunté a ambos.

- Habrá merecido la pena amigo, habrá merecido la pena… Aunque sólo uno de nosotros lo consiga, con el intento habrá merecido la pena…

- Si alguno de los dos llega a Dijon, buscaremos el mensaje cifrado con las instrucciones en los servicios de inteligencia de la Resistencia y os esperaremos en España, donde por cierto, tampoco se nos quiere mucho a los Republicanos – dijo Francisco Feijoo.

- Tú Francisco Feijoo o tú Serafín, cualquiera de los dos si llegáis a Dijon, esperáis unos días la llegada del otro. Si veis que pasados unos días no tenéis noticias uno del otro, es que alguno habrá fracasado o muerto. Si no encontráis ninguno de los dos el código cifrado que os vamos a enviar, es que los muertos seremos entonces nosotros, así que tú Serafín, ya sabes, a guardar el paquete y tú Francisco, a Lisboa, a cantar Fados en nuestro honor…

Nos abrazamos todos conocedores de que nos íbamos a jugar la vida a cara o cruz y teniendo muchas posibilidades de que saliera cruz para los cuatro. Pero que demonios… ¡debíamos intentarlo!

Jesús desapareció durante un largo rato de nuestra vera y apareció con el dichoso paquete entre las manos.

- Llévalo como si de tu vida misma se tratara, Serafín. Y recuerda, no mires lo que hay dentro hasta no estar seguro de que nadie te sigue y que tú te encuentras a salvo…

- Yo os esperaré en España, dejaré pistas para que me encontréis, porque vosotros sabéis donde encontrarme…- les dije.

Nos fundimos nuevamente todos en un abrazo de despedida. No había sido necesario divagar mucho sobre lo que íbamos a hacer. La muerte de Samuel nos había aclarado bastante las ideas y no podíamos pasar ni un día más siendo los perros de Friederich Ulm.

Aquella noche no pudimos conciliar más el sueño, temerosos de lo que íbamos a hacer. Habíamos estado tanto tiempo sometidos que no recordábamos la libertad y la posibilidad de ésta nos acogotaba.

Cuando el sol salió, el Campo de Concentración comenzó a ponerse en funcionamiento y cada uno de nosotros acudió a sus quehaceres diarios como cualquier otra jornada.

Marcelino me abrazó antes de partir y con lágrimas en los ojos me comentó:

- Suerte a todos. Tengo que esconder unas fichas y anotar en la parte trasera unos últimos datos… Nos veremos pronto. No se dónde, pero nos veremos…

Me quedé un poco desconcertado ante sus palabras, pero el abrazo con Jesús me devolvió a la realidad.

- Cuida el paquete. Nos veremos pronto… - me dijo a modo de despedida.

Escondí con paciencia bajo mis ropas, el paquete que Jesús me había dado, pero su peso hacía que me costara moverme con ligereza. Era un paquete pequeño de tamaño, pero pesado.

Junto a Francisco Feijoo, salí al exterior a continuar con las labores de desbroce y limpieza. Los nervios nos comían a ambos, pues dudábamos, nos mirábamos buscando la oportunidad ideal, todo era un puro nervio.

En una de los ratos vimos pasar al bueno de Jesús hacia el horno crematorio y, mientras empujaba el carro con los fallecidos, nos miraba a Francisco y a mí con cara de decir que a qué estábamos esperando para intentarlo.

En una de las breves paradas que tuvimos en la faena, le dije a Francisco Feijoo que iba a pedir permiso para ir a hacer mis necesidades, alejado unos metros del grupo de trabajo.

- Inténtalo en ese momento Serafín, sal corriendo en la dirección que tengas mas próxima al bosque y yo, con la confusión del momento, intentaré la huida en dirección contraria a la tuya y que Dios reparta suerte, hermano…

Estrechamos con fuerza nuestras manos y le dije que estaba de acuerdo, que aquél era el instante adecuado. Le di dos cachetes en la cara en señal de despedida. Una sonrisa recorrió plácidamente la cara de ambos. Era claramente el momento, entonces o nunca.

Me levanté y me dirigí hacia uno de los dos soldados que nos custodiaban y que nos conocían a todos sobradamente del tiempo que llevábamos en el pelotón. Le solicité permiso para separarme unos metros del grupo para hacer mis necesidades. No me puso ningún reparo, como siempre solían hacer.

Comencé a andar entonces en dirección hacia el bosque, intentando ganar todos los metros que me fueran posibles. Cuando llevaba una veintena de metros andados, escuché el grito del soldado a mis espaldas:

- Ruhe, ruhe…

Quieto, quieto, me decía con voz confiada y refiriéndose a que no me distanciara más de ellos. Me agaché entonces en la zona de hierba alta, simulando hacer mis necesidades y aguardé unos instantes. Pude escuchar el latido de mi corazón, a doscientas pulsaciones por minuto, durante unos breves instantes. Luego sentí toda la adrenalina subir hasta mi cabeza, me puse en pie y comencé a correr como un poseso, intentando alcanzar los árboles.

Breves instantes después, los gritos de los soldados alemanes al verme intentar huir, comenzaron a retumbar a mi alrededor.

- ¡Anhalten! ¡Anhalten! – me gritaban, para que me detuviera.

Escuché entonces el sonido metálico del cierre de los fusiles, cargándose y preparandose para disparar contra mí. Giré la cabeza sin dejar de correr y pude ver a mi amigo Francisco Feijoo abalanzándose al cuello de uno de los soldados que iba a dispararme.

Me detuve unos instantes viendo su suerte, mientras Francisco Feijoo no paraba de gritarme que corriera, mientras forcejeaba con el soldado en el suelo.

Otros compañeros del pelotón se lanzaban a la huida desesperada, en cualquier dirección aprovechando la confusión del momento.

-¡Corre Serafín, corre! - me gritaba Francisco Feijoo, luchando a brazo partido con aquel soldado nazi.

Volví a emprender la desenfrenada carrera pensando por qué el maldito Francisco Feijoo, de manera estúpida, había hecho aquella locura.

Luego escuché a mis espaldas muchísimos gritos lejanos y muchos disparos sordos en todas direcciones. Los gritos de Francisco Feijoo cesaron.

Una lágrima corrió por mi mejilla mientras mis piernas me llevaban a la ansiada y deseada libertad. Aquella era una lágrima por Francisco Feijoo, el amigo que jamas podria regresar a su natal Lisboa para cantar fados…

Durante todo el día no cesé de correr en busca de la libertad. Monte a través evitando los núcleos y las poblaciones que podían resultarme peligrosos.

Tenía la extraña sensación de sentir el aliento del Arbeitdiensfuhrer en mi cogote y aquello me espoleaba a seguir corriendo y corriendo.

Cuando la noche llegó, no sabía a qué distancia estaba de Natzweiler- Struthof, pero sentí por primera vez que empezaba a ser persona. Algo que habia olvidado mucho tiempo atrás. 

Tuve suerte de encontrar en medio de la nada un caserío, del cual no obtuve más que unos pantalones roídos que estaban colgados junto al granero y una camisa limpia e impoluta que estaba tendida.

Me quité las ropas que había llevado durante tanto tiempo y las enterré en lo más profundo del bosque.

Prefería andar desnudo a tener que volver a ponerme aquella maldita ropa que me acompañó en el sufrimiento durante tanto tiempo.

Cuando desabroché la chaqueta, cayó al suelo el paquete que me había entregado Jesús y pensé en mis amigos. Francisco Feijoo se había sacrificado por mí sin pedir nada a cambio, demostrando la amistad que nos había unido, pero quedaban en Natzweiler-Struthof, solos, Jesús y Marcelino . ¿Podrían escapar? ¿Qué habría sido de ellos?

Me puse ambas prendas y continué camino a Dijon, orientándome por las estrellas.

La camisa olía a limpia y hacía tanto tiempo que no había tenido esa sensación sobre mi piel que me trajo recuerdos de cuando yo era persona, en España.

Después de muchísimas horas ininterrumpidas de correr y caminar, mi cuerpo no soportó más el cansancio y me tumbé sobre una mullida y fresca cama de hierba y hojas que preparé en medio del bosque.

Las estrellas, la soledad y la esperanza de que mis amigos sobrevivieran al horror serian mis únicas compañeras desde ese momento.

Y si los malditos nazis seguían mis pasos, no me importaba que acabaran conmigo en aquel lugar que, al menos, resultaba digno para morir. Cualquier sitio era mejor para morir que Natzweiler-Struthof…

 

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