Capítulo 2
Cuando Marcelino, Jesús y yo cruzamos en silencio bajo el
cartel que rezaba en letras negras "KONZENTRATIONSLAGER
NATZWEILER-STRUTHOF" sabíamos que nos habíamos aproximado un poco más
al infierno, pero no sabíamos hasta qué punto.
Ingresábamos en aquel momento, en el Campo de Concentración
Natzweiler-Struthof.
Procedíamos de un pequeño Campo de trabajo cercano, que
los alemanes habían abierto, y "gracias" a nuestros estudios y
carrera, al nombrar al Arbeitsdiensfuhrer como agregado al Campo, decidió
traernos consigo como si fuésemos hombres de su confianza. Habíamos estado a su
servicio durante los seis meses anteriores y eso le pareció suficiente tiempo
como para conseguir nuestra lealtad.
No conseguía diferenciar fidelidad y sumisión obligada.
Lo nuestro era una pura cuestión de necesidad y supervivencia.
Arbeitsdienfuhrer era un Suboficial de las SS con el
rango de Subteniente y, como su nombre alemán indica, su misión al llegar al Campo era ser Jefe y distribuir las tareas entre los
prisioneros.
Arbeitsdiensfuhrer tenía nombre, un nombre que yo
llevaría grabado a fuego en el alma, desde el momento que le vi por primera vez
hasta que la eternidad me llamara a sus filas, Friederich Ulm.
Nosotros tres habíamos servido con fidelidad en el bando
republicano hasta el año 39 cuando Barcelona había caído en manos del enemigo. Con
dignidad, aunque sin ser hombres a destacar en portadas. Allí es donde nos
conocimos y allí es donde aprendimos a ver la mano amiga, la que te ayuda al
levantarte cada día.
Habíamos perdido la maldita guerra, una guerra que no
deseábamos y que nosotros no comenzamos y nos vimos en la obligación de huir a
Francia, el país vecino. Al igual que miles de camaradas que tenían claro que
dejaban atrás un pasado, una familia y una historia y como resultado de aquella
loca contienda entre hermanos o vecinos, ahora todos caminábamos sin un destino
cierto.
Al principio, servimos en algunos Campos de refugiados en
Francia, agotados de luchar hasta la extenuación por unas ideas, pero
transcurrido un tiempo, y una vez comenzada la II Guerra Mundial, nos
unimos a la resistencia francesa en la localidad de Dijon, pues esta vez el
enemigo nos cercaba por la otra parte de Europa.
Desde los centros de coordinación de la resistencia se
mantenía una estrecha vigilancia sobre las comunicaciones alemanas,
interviniendo sus mensajes y descifrándolos, o al menos intentándolo.
Finalmente, ante el inexorable avance de las tropas
nazis, los tres acudimos a la desesperada hacia el frente de la Línea Maginot en
Alsacia, en un intento por coordinar la defensa con los mandos franceses y con
los miles de republicanos que estaban trabajando en la construcción de esta
línea defensiva, tristemente muchos de ellos obligados por fuerza por el
gobierno francés.
Pero las tropas alemanas resultaron, para aquellos miles
de hombres de diferentes nacionalidades, una maquina imposible de detener, así
que nos sometieron bajo sus órdenes y la opresión de poder nazi.
Muchos perecieron en el frente, dando todo o lo poco que
les quedaba dentro, intentando evitar que Europa entera cayera bajo la locura
del nazismo.
En la desesperación, nosotros tres supimos sacar el mejor
partido de nuestros estudios y los utilizamos para procurarnos la mejor vida
que nos fuera posible, contemplando horrorizados como puede un ser humano
humillar a sus semejantes, hasta el punto de odiar la vida, de sentir que ésta
carece de valor alguno.
Marcelino era Ingeniero de Comunicaciones. Estaba
especializado en diseño de equipos de comunicación para largas distancias y, al
igual que yo, dominaba varios idiomas. Los alemanes comprendieron rápidamente
la utilidad que podían darle.
Jesús era Estomatólogo, lo que conocemos por Médico-Dentista
y, por desgracia, los alemanes también sabían sacarle el máximo provecho a
gente de su profesión.
Teníamos claro que Jesús era quien peor lo pasaba de los
tres, pero nuestra supervivencia dependía de muchos factores.
Yo, Serafín, había estudiado Derecho y no es que fuera un lumbreras, pero los idiomas
siempre fueron mi punto fuerte.
Cuando nos detuvieron en el frente, un comentario gracioso por mi parte,
consiguió que Friederich Ulm, el
Arbeitsdiensfuhrer, un Subteniente alemán de las SS, quedara sorprendido
por mi manejo del idioma alemán, preguntándose cómo era posible que un "republicano
de mierda" -ésas fueron sus palabras-, dominara el puro idioma ario. Ese hecho
sirvió para que posteriormente nos utilizara a su antojo, pero eso nos daba
ciertos privilegios entre un mundo de atrocidades.
El día que cruzamos bajo el maldito cartel del Campo de Concentración permanecimos
más de ocho horas de pie colocados en hileras, en una gran explanada, mientras
iban realizando una clasificación de los prisioneros que habíamos llegado al Campo.
Mucha gente caía desmayada a nuestro alrededor. Mujeres, niños y ancianos
caían como madejas desvencijadas rotas de hastío, calor y sufrimiento. Si
intentabas ayudar al que caía te molían a golpes e incluso te amenazaban con
dispararte.
Otros muchos de ellos, según se iban aproximando a las mesas donde estaban
sentados los soldados, se tragaban sus últimas pertenencias: las alianzas de
boda, los solitarios, las cadenas de oro, en un intento desesperado por no
perder sus pocos bienes o aferrarse al último vestigio de sus familias,
labradas desde la más humilde condición. Aunque, a decir verdad, en aquél lugar
la clase social resultaba lo menos importante.
Los perros, especialmente preparados por las SS para mantenernos a raya,
nos mordían en cualquier parte del cuerpo. De esa manera nos sometían a
cualquier orden.
Cuando llegó nuestro turno, Jesús fue quien primero se aproximó a la mesa
donde estaba sentado un soldado alemán que tomaba filiación y datos de la
persona que tenía delante.
Sin mediar palabra, el soldado, con un gesto adusto, se incorporó y comenzó
a gritarle a Jesús como si éste no fuera capaz de entenderle, pero lo que el
soldado pretendía era humillar e indicar su poder y capacidad de someterle a él
y al resto de prisioneros llegados al Campo. Lo que se entiende por el dominio
del terror.
Pero Jesús le contestó en un perfecto y claro alemán que le entendía y que
le respondería a todo lo necesario, pero que, por favor, dejara de gritarle de
una vez.
El soldado retrocedió unos pasos asustado o extrañado por la perfecta y
clara respuesta en alemán que aquel desconocido ser inferior le estaba dando,
algo que sucedía raramente entre los prisioneros y sorprendía entre los
alemanes.
Tras recuperarse de la primera impresión, el soldado avanzó hacia Jesús con
cara de ira, gritando y con el brazo en alto dispuesto a golpearle en una
demostración de poder.
Una mano detuvo en seco el brazo del soldado en su intento de golpear a
Jesús.
Era el Arbeitsdienfuhrer, Friederich Ulm, que con
voz sosegada y mirada desgarradora, dijo al soldado alemán:
- Nur ich schlage,
quäle oder töte diese drei verstanden?
Noté como una fría gota de sudor se deslizaba por mi
espalda y mis piernas flaquearon un instante, mientras mi mente traducía a la
velocidad del rayo las palabras del Arbeitsdienfuhrer:
- "Solamente yo pego, torturo o mato a estos tres ¿entendido?"
El soldado, al comprobar la graduación y quién le hablaba asintió con un
gesto de su cabeza y con rapidez regresó a la mesa en la que anteriormente estaba
sentado.
Luego, con un gesto de su mano, Friederich Ulm indicó que nos apartaran
hacia un lateral de la explanada y que aguardáramos sus órdenes.
Un soldado acudió rápidamente a cumplir las órdenes del Subteniente y nos
condujo a un lateral apartado del resto de los prisioneros. Permanecimos allí tres
horas más.
Junto a nosotros, en la explanada, se unieron por órdenes nazis otras
cuantas personas, todos hombres. Por lo que pudimos medio susurrar había entre
ellos dos polacos especialistas en electrónica, un portugués marino mercante y
que también había luchado en defensa de la República española, varios franceses
y un luxemburgués.
Nuevamente un gesto de la mano y la voz seca y ronca, en la distancia, del Arbeitsdienfuhrer. Sin moverse del sitio nos dijo el barracón
del Campo al que debíamos de acudir. Barracón número 7.
A partir de aquel día ese chabolo de madera se
convertiría en nuestra casa.
Nos pusimos en marcha, vigilados siempre de cerca por una patrulla de
soldados y conducidos a paso rápido hacia el barracón que Friederich Ulm nos
había indicado.
Tras instalarnos los tres juntos en el barracón inmundo del Campo de Concentración,
acudieron algunos soldados alemanes que nos obligaron a quitarnos la ropa y nos
entregaron lo que ellos calificaron como "ropa de trabajo". Una ropa
que definitivamente marcaba nuestro futuro.
- Spanische? - preguntó uno de los soldados.
Les contestamos afirmativamente y nos arrojaron la ropa a los tres.
En la chaqueta que nos entregaron podían verse dos triángulos de color rojo
superpuestos que formaban una estrella de David.
El triángulo con la punta hacia abajo indicaba que éramos prisioneros
políticos y el otro triángulo igualmente rojo indicaba nuestra pertenencia a la
fuerzas armadas y sobre este fondo una S en el centro.
Esa "S" marcaba a los “Republikanische Spanier” es decir a los
republicanos españoles, cosa que por supuesto éramos.
A todos los que estábamos en ese barracón también se nos añadió en la manga
de la chaqueta un brazalete marrón que marcaba a los prisioneros especiales.
Y justo por encima de la estrella de David que portábamos
había un número que en el caso de Marcelino, Jesús y mío, eran correlativos.
Jesús, extrañado, preguntó:
- Y este número ¿qué significa, Marcelino?
- No sé, pero tengo la extraña sensación de que lo vamos
a descubrir en poco tiempo… Esperemos acontecimientos, amigos.
No era habitual que a los republicanos nos dieran trato de prisioneros
políticos. Supongo que aquello se podía considerar una deferencia del Arbeitsdienfuhrer hacia nuestras personas por servirle
directamente.
A Jesús y Marcelino los consideraron "arbeitgenosse", palabra que
en alemán definía a los presos considerados como necesarios por su especialidad
en el trabajo.
A mí, Friederich Ulm me calificó como un “aussenarbeiter” que se
interpretaba como alguien que tenía la posibilidad de trabajar fuera de las
alambradas de aquel lugar, con muchas posibilidades incluso de conseguir comida
extra y contacto con gente externa al Campo. Pero lo que quería Friederich Ulm
de mí era tener un chivato que le comunicara cualquier movimiento que se
produjera en el exterior del Campo y yo tenía muy claro que mi vida e incluso
la de mis compañeros dependía de ello, al igual que si alguno de ellos fallaba
en algo, también mi vida se convertiría en historia.
Aquella noche conciliamos poco el sueño, dando vueltas a mil ideas sobre el
destino que nos aguardaba, sobre las escenas vividas y las que, por desgracia,
nos quedaban por vivir.
Al día siguiente, sin desayunar como nos había pasado en los últimos 3
días, Friederich Ulm vino a buscarnos al barracón.
Entró directamente donde estábamos nosotros y en alemán dijo a Marcelino
que lo acompañara. Sin preguntas.
Marcelino fue junto al Arbeitsdienfuhrer hasta un
barracón que estaba junto a la zona de residencia de mandos, fuera del recinto
alambrado y aparte de los barracones generales destinados a prisioneros. En su
puerta indicaba “Unidad de Comunicaciones”.
Marcelino estaba destinado a partir de
aquel día, a una Unidad Especial de Comunicaciones y rodeado de soldados
alemanes. Recibió órdenes claras de reparar equipos de comunicaciones averiados
y aprender a enviar y transcribir los códigos cifrados, que se utilizaban en
las comunicaciones del Campo de Concentración, hacia el frente de batalla o hacia
los puntos de comunicación central del III Reich. Marcelino entendía y dominaba
eso a la perfección.
La presencia de un prisionero entre los soldados de la Unidad de Comunicaciones,
sólo conseguía que los soldados le menospreciasen y le maltrataran por el
simple hecho de no ser de los suyos.
Poco después de llegar a la Unidad, mientras le insultaban, le patearon
hasta que perdió el conocimiento. La paz para Marcelino en aquel lugar había
durado sólo un par de horas.
Pero eso sucedió durante muy poco tiempo, exactamente hasta la hora de la
comida.
Cuando Friederich Ulm regresó a la Unidad de Comunicaciones y encontró a
Marcelino tirado en el suelo y sangrando por la nariz, preguntó quien había
sido. Un silencio se apoderó de los soldados alemanes de la Unidad.
El Subteniente sacó el arma y la introdujo en la boca de uno de sus
soldados y gritó como un poseso:
- ¿Wer hat dies gemacht? ¿Wer ist's gewesen?
¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha sido? - gritaba amenazante mientras sus
ojos, rojos de ira, buscaban al responsable.
Un joven soldado adelantó un paso y dijo al Arbeitsdienfuhrer
que él era el responsable por haber incitado a sus compañeros.
Soltó al que tenía encañonado y agarró del cuello con fiereza al que se
había hecho responsable, llevándolo en volandas hasta el fondo del barracón,
donde, además de pegarle una buena paliza, cuando estaba tirado en el suelo, le
comentó unas palabras que Marcelino ya había oído antes y que le hicieron volver a temblar de nuevo:
- Nur ich schlage, quäle oder töte diese verstanden?
Nuevamente volvió a escuchar la frase de "solamente yo pego, torturo o
mato a estos ¿entendido?" y Marcelino se echo a llorar en el suelo
aterrorizado.
Friederich Ulm ayudó a Marcelino a incorporarse, mientras daba a los
soldados, que estaban atemorizados, instrucciones claras sobre como debían de
tratarle.
El Subteniente les decía que, aunque prisionero de guerra, gracias a sus
conocimientos el imperio nazi se extendería por Europa con más rapidez y
facilidad, así que cuidaran y vigilaran de él, eso sí, sin descuidarse, ya que
no se trataba mas que de un “Republikanische Spanier” y portaba en el pecho la
estrella de David.
Luego Friederich Ulm le dió a Marcelino las instrucciones para que se
marchara a comer. Esa mañana consideró que se había ganado el plato.
Marcelino, a partir de aquel instante se pasaba el día tecleando códigos de
números y letras que se enviaban y recibían desde los diferentes frentes de
batalla y desde el mismo Berlín con las órdenes a ejecutar. Además también se
encargaba de la reparación y mantenimiento de estos equipos. Sabía muy bien que
aquél era su principio y su final, pues jamás le dejarían salir con vida de
aquel Campo de Concentración, al tener profundos conocimientos sobre los
equipos de comunicación y los códigos cifrados utilizados por los nazis.
Jesús moría día a día en el Campo.
Vinieron a buscarle al barracón poco mas tarde que a Marcelino. Un soldado
alemán le traslado hasta el Servicio Médico del Campo.
Friederich Ulm había dado órdenes claras y tajantes sobre el lugar donde
debía estar destinado en su quehacer diario: a la llamada sala de la muerte.
Una vez llegado al "laboratorio", los médicos alemanes del Campo
le hablaron sobre las pruebas que se iban a realizar con los prisioneros judíos
de cara a la mejora de la raza. Y él debía colaborar e intervenir en ellas.
Toda una suerte y un orgullo, le dijeron.
Estaba obligado como Médico-Dentista a arrancar las piezas dentarias de oro
a los fallecidos y moribundos para, según explicaciones de los médicos alemanes,
de esa manera sufragar los gastos y molestias que los judíos y prisioneros
ocasionaban al imperio nazi.
No podía hacer nada por ayudar a los hombres que llegaban a la sala, pero
estaba obligado a extraerles las piezas dentarias de oro, así como cualquier
otro metal o pertenencia que colaborara a mantener la maquinaria de guerra, a
cualquier precio, cometiendo cualquier tipo de tropelía sobre aquellos cuerpos
inertes sin vida o con vida, incluso, en alguna ocasión.
Y las cosas se iban a complicar mucho más con el tiempo, pues los Servicios
Médicos del Campo aguardaban impacientes la llegada de una cámara de gas y un
horno crematorio para, como decían ellos, realizar pruebas vulgares con gente
vulgar, pero que aportarían incontables conocimientos al 3er Reich y sin
ninguna complicación, ni dificultad a la hora de deshacerse de los cuerpos. La
maravilla de horno crematorio ahorraría mucho trabajo a los sepultureros.
Todo aquello conseguía que Jesús muriera día a día, desde nuestra llegada
al Campo.
Todas las noches, al llegar al barracón, no dejaba de llorar
desconsoladamente y vomitaba incesantemente noche tras noche, hasta destrozarse
el estómago.
A mí, Friederich Ulm me situó en un grupo especial de trabajo, decía que
por mi condición física. Me uní a la patrulla de limpieza del Campo y junto a
mi, también fue asignado a la misma unidad el compañero portugués que estaba
destinado al mismo barracón que nosotros. Se llamaba Francisco Feijoo.
Todos los días salíamos al exterior a desbrozar la hierba, cortar los
árboles, podar los matojos y a despejar la zona de seguridad, que era de unos 200 metros alrededor de
todo el Campo, para que la vigilancia desde las torres del Campo de Concentración,
en caso de huida, fuera perfecta. Todo lo hacíamos bajo la atenta mirada de dos
soldados nazis. Así, día tras día.
Eso y mantener informado al Arbeitsdienfuhrer todos los días de
cualquier movimiento sospechoso que pudiera ver entre los compañeros o
prisioneros del Campo.
Aquello me suponía de cuando en cuando una paliza por parte del Friederich
Ulm, porque me achacaba facilitarle poca información. Yo capeaba el temporal
diciendo que sus servicios de vigilancia y control eran perfectos y nada se les
escapaba. Esas palabras parecían calmarle e insuflarle orgullo. A mí me
salvaban, al menos momentáneamente, de sus golpes y de su ira. Yo no estaba
dispuesto a ser chivato de ningún mando nazi.
A los pocos días de colocarme en el servicio, unos compañeros polacos, sin
mediar palabra, intentaron escapar a la carrera, con el objetivo de alcanzar
los árboles que había más allá del perímetro de seguridad. Cuando escuchamos
los gritos del soldado desde la torre de vigilancia, ordenando que se
detuvieran, sólo nos dio tiempo a arrojarnos al suelo. Uno murió ametrallado
por los disparos efectuados desde las torres. El otro fue capturado vivo y
ejecutado en la horca en presencia de todos, como escarmiento. Nunca dudaban a
la hora de abrir fuego sobre cualquiera que intentara la huida.
Nos ordenaron recoger sus cuerpos y llevarlos a las fosas que había cerca
del Campo de Concentración. Allí, sin tiempo para palabras ni rezos, les dimos
sepultura. Como represalia por el intento de huida, nos castigaron a todo el
barracón a trabajos extra, por lo que tuvimos que seguir con las tareas durante
la noche haciendo de aquella jornada un día de trabajo de veinticuatro horas.
Una de las pocas ventajas que Jesús, Marcelino y yo, teníamos como un trato
preferente, era que nos podíamos ver y charlar detenidamente a la hora de
comer, los momentos de explanada y en el barracón, a la hora de dormir.
Era especialmente en este ultimo lugar donde desahogábamos nuestras penas y
nos dábamos ánimos mutuos para seguir adelante, llorando y riendo, soportando
en pocas palabras la vida y nuestra fortuna de no caer como estaban haciendo, a
miles, mucha gente ante nuestros ojos. Se nos unían los compañeros,
especialmente Francisco Feijoo, buen tipo y de carácter como el nuestro.
Pero Jesús seguía yéndose a pique.
Apenas nos contaba lo que le sucedía en la jornada de "trabajo",
decía que era para no hacernos sufrir y le creíamos.
- ¡Si vierais las barbaridades a las que me obligan! ¡Estoy atentando
contra todos los principios morales, éticos y humanos contra los que me
comprometí a luchar!.
Y no cesaba en sus llantos. Ni en sus vómitos. Todas las noches.
A la mañana siguiente descubrimos lo que significaba aquel número en
nuestros trajes.
Un nutrido grupo de soldados nos llevaron a todos los ubicados en el
barracón número 7 a la presencia del Servicio Médico. Allí nos esperaba una
pequeña sorpresa.
Al frente de todo el Servicio Médico, estaba Friederich Ulm, esperando con
paciencia que todos los del barracón 7 nos adentráramos. Los doctores del Campo
esperaban tras su figura. Cuando vio a Jesús entrar entre el grupo le dijo que
se uniera al Servicio Médico, pues requerían de su labor.
En un alto y claro alemán nos dijo:
- Señores, ustedes pertenecen al barracón número 7. Unos privilegiados.
Primero por poder prestarnos sus servicios sin ser nazis y segundo por mantenerse
con vida a costa del 3er Reich. Hace un tiempo tuve el placer de visitar un Campo
de Concentración hermano a este: Auschwitz. Lo ocurrido hace dos días me llenó
de tristeza. No esperaba que ustedes, prisioneros de confianza, intentaran
huir. Resultado: dos muertos. Es por ello que pienso aplicar en ustedes y solo
en ustedes, un sistema común que se aplica en el campo de Auschwitz: un tatuaje
identificativo. – comentó con plácida sonrisa.
Se escucharon pequeños ruidos entre los que éramos del barracón.
- Ruhe¡¡ Ruhe¡¡ - nos grito
Todos guardamos ruhe, que significa silencio. Más nos valía aceptar el
destino y la orden, quizá así algún día podríamos comentárselo a nuestros
nietos, si sobrevivíamos.
Comenzamos a pasar en tres filas, hacia donde se encontraban los médicos y
estos con agujas nos taladraban la piel y la carne del brazo, justo en la parte
interior del brazo, entre el cubito y el radio. A continuación pasaban tinta
sobre la superficie sangrante, para que la tinta penetrara y quedara bajo la piel.
Cuando me llego el turno a mí, intenté resistirme y el Arbeitsdienfuhrer se aproximó a mi oído:
- Gefallt Dir die Nummer nicht, die ich Dir zugeteilt
habe? Wähle Du die Nummer, die Du für den Rest deines Lebens tragen willst…
Levante la mirada ante la pregunta que me estaba
formulando y le miré directamente a los ojos, mientras traducía mentalmente lo
que me había dicho en alemán:
- ¿No te gusta el número asignado? Elige tú el número que quieres llevar el
resto de tus días....
Con un gesto de la cabeza afirmé que "sí". Quería tener el
privilegio de elegir el número que me tocaría llevar pegado en la piel y
anclado en el alma durante el resto de mis días. Permanecí unos instantes
callado y luego decidí:
- Me gustaría que fuera…
Una alarma sonó en el Campo y todos se pusieron en alerta. Sonaba una
bocina de manera atronadora y ensordecedora. El Arbeitdeinsfuhrer hizo que
todos corriéramos de nuevo de regreso a nuestro famoso barracón número 7. Por
el momento nosotros nos habíamos librado de aquella marca y, lo que era aún mejor,
de su tortura.
Poco nos importó a todos los presentes el motivo de la alerta. Lo que de
verdad nos resulto providencial era haber conseguido salvar el pellejo. Al
menos durante un tiempo y nunca mejor dicho. Francisco Feijoo también tuvo
suerte y se libró como nosotros.
Pasaron unos días, en los que Friederich Ulm no nos recordó para nada.
Estábamos seguros de que no nos había olvidado, pero al menos nos había
otorgado unos días de respiro y por ello, cada uno seguía atendiendo a sus misiones
asignadas en el Campo de Concentración.
Incluso le asignaron a Marcelino otra tarea extra de muy complicada
realización.
Cuando los Servicios de Comunicación funcionaran sin problema y no tuviera
que transcribir mensajes o enviarlos, debía poner en orden las fichas y
anotaciones de los prisioneros del Campo de Concentración.
Entradas, salidas, datos personales, raza, sexo, lugar de procedencia, edad
y ubicación dentro del Campo o destino final que se le otorgaba. Además, si
moría, por qué y cuando lo hacia.
Cada ficha de ingreso escrita a mano, pasaba por sus manos y era
pulcramente pasada a limpio, detallando la vida y la muerte de muchos de los
que pasaban por el Campo de Concentración.
Él, con cuidado, intentaba que cada pequeño cartoncillo que pasaba por sus
manos se mantuviera en el mejor estado posible. Al fin y al cabo aquello era un
pedazo de la historia de algún hombre que había tenido un principio, pero todos
deseábamos con el alma que la humanidad conociera su final, para que se hiciera,
posteriormente, justicia.
Por ello, intentaba muy a menudo y cuando no había posibilidad de que le
localizaran y tomaran represalias sobre él, duplicar y ocultar fichas de
prisioneros en el Almacén de material de comunicación, para de esta manera, si
algún día el Campo era localizado y la barbarie terminaba, se tuvieran
referencias sobre lo ocurrido en aquel lugar.
De este modo, Marcelino llego a entender y conocer la vida de personas de diecisiete
países distintos. 50.000 personas.
En silencio, sin que nadie lo supiera, excepto Jesús y yo, construyó un
archivo con la historia en miniatura, en cartón, de muchos de los prisioneros
del Campo de Concentración de Natzweiler-Struthof.
Un lugar que era lo más parecido al infierno.
Dos días mas tarde el Arbeitsdienfuhrer, que es
de los que no olvida, se aproximó a nosotros para recordarnos, en un perfecto
alemán, que aun no teníamos tatuado lo que él denominaba su “número de
prisionero”, que lo pensáramos con calma y tranquilidad, pues como no teníamos
prisa, ni posibilidades de escapar de allí, no nos iba a presionar, pero que si
habíamos pensado salir de allí sin su número, antes lo haríamos muertos.
Esbozó una gran sonrisa de satisfacción y giró sobre los
pasos que le habían traído hasta donde nos encontrábamos, deshaciendo el camino
de maldad que portaba.
Yo, por mucho que quise callarme, disimular y bajar el
tono de voz, pronuncié con tono de desprecio e ira, saliendo de mis adentros:
- ¡Mal nacido! ¡Hijo de puta!
Friederich Ulm se detuvo en seco, giró primero el cuello
para observarnos y después giró sobre si mismo encaminándose hacia nosotros.
Acerco su cara a la mía y con los ojos llenos de rabia dijo en un perfecto
español:
- Perro, no muerdas la mano del que te da de comer o lo
vas a pasar mal, pero que muy mal. Hasta luego, perros, y los únicos hijos de
puta que hay aquí sois vosotros: españoles republícanos de mierda. – giró sobre
si mismo y se alejo riéndose a carcajadas.
Marcelino, Jesús y yo nos quedamos de una pieza cuando le
escuchamos hablar un perfecto español. El cabronazo de Friederich Ulm no sólo
nos tenía en sus manos sino que tenía el control hasta de nuestras palabras. A
partir de entonces extremamos el cuidado cuando hablábamos, intentando ser
discretos y tener muy claro qué, cómo y cuándo decir las cosas.
Lo dicho, aquel Campo de Concentración era el infierno y
Friederich Ulm era el mismísimo diablo……..
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