viernes, 19 de febrero de 2016

la dignidad de los sefardies - capitulo 4


la dignidad de los sefardies
Capítulo 4


Así pasamos meses y meses, sobreviviendo día tras día, con el Arbeitsdienfuhrer sacándonos hasta la última gota de nuestra sangre.

El frío, el calor, los trabajos y el hambre seguían diezmando por miles a los prisioneros del Campo.

Todas las mañanas nos obligaban a formar en el exterior de los barracones, mientras una Unidad de las SS, acompañados desde hacía un tiempo de Jesús al que le habían obligado a ir a este servicio con ellos, comprobaban los muertos que había en las camas. Los sacaban arrastrando al exterior y los amontonaban en un carro, camino del viaje final. Todos los días morían unos cuantos de extenuación o agotamiento.

La gente se moría de hambre y el simple hecho de encontrar algún resto o algo que llevar a la boca, provocaba peleas desesperadas entre los presos. Los mandos de las SS aprovechaban para azuzar los perros contra la multitud que se mataba por un bocado. Los perros arrancaban trozos de personas con rabia y locura, causando a su vez heridas que serian imposibles de curar o cicatrizar en las condiciones en las que vivíamos.

Una mañana de frio invierno, nos encontrábamos en la explanada cuando observamos la llegada de una larga fila de camiones. Carne fresca para el imperio nazi. Más gente a la que matar, torturar y asesinar sin motivo alguno.

Muchos hombres descendieron del los camiones asustados y muchos salían corriendo sin rumbo alguno, como si la huida fuera posible. Rápidamente los reducían o incluso los disparaban por la espalda, para evitar que escaparan al imposible destino que les aguardaba. La mayor parte eran milicianos franceses y de países cercanos como Bélgica y Polonia.

Nos llamó la atención un pequeño hombre que se mantenía con firmeza y orgullo de pie, entre el caos de la multitud. Cuando los situaron en el patio, seguimos con curiosidad la seguridad y el aplomo de aquel pequeño hombre y observamos cómo entre sus manos movía frenéticamente algo.

- ¿Qué es eso que lleva entre las manos? – pregunté.

Serafín fue quien me respondió con seguridad.

- Es un Kipá, lo que conocemos por ese gorro pequeñito que suelen llevar los judíos a todas partes en la cabeza.

Un soldado intento por dos veces arrebatárselo y no pudo en un principio. Finalmente los perros atacándole, hicieron que el hombre lo perdiera, cayéndosele al suelo.

El soldado alemán dió una patada para alejar el kipa de su dueño y éste fue a caer a los pies de Marcelino. Con la velocidad del rayo se agachó y lo recogió, guardándoselo en el bolsillo.

El pequeño hombre vió el gesto de Marcelino y, cuando se dirigía al barracón que le habían asignado, pasó a una distancia bastante cercana a donde estábamos y nos dijo:

- ¡Gracias!

Los tres nos miramos sorprendidos al oír a alguien, aparte de nosotros y el Arbeitsdienfuhrer, hablar en español, así que con rapidez Jesús le contestó al hombrecillo:

- ¡De nada!

El hombre, mientras caminaba, giró su cabeza y nos miró a los tres sorprendido, al igual que nos había sucedido a nosotros, por encontrar en aquel lugar a alguien que hablara nuestro idioma.

- ¿Compatriotas? ¿Españoles?......

Jesús echo una pequeña carrera para darle un último mensaje:

- Mañana a mediodía en la revisión sanitaria que les efectuarán, hablaremos.

El hombrecillo asentía con su cabeza, con los ojos fundidos en lágrimas de desesperación y amargura, mientras que caminaba hacia su primera noche en el infierno de Natzweiler-Struthof.

A la mañana siguiente, el grupo de nuevos prisioneros fue obligado a visitar el Servicio Médico. Jesús estaba alerta y pendiente de que no se le escapara el pequeño hombre del día anterior.

Los colocaron a todos en hileras. Cuando Jesús le vio en la fila le llamó a la mesa en la que él se encontraba. El hombre, al ver quien estaba llamándole, se dirigió con rapidez hacia su encuentro.

Antes de que aquel hombre pudiese decir nada, Jesús ya le estaba dando las primeras instrucciones para salvarle el pellejo a aquel posible compatriota.

- Bien, guarde silencio mientras le hago el reconocimiento. No se quien es usted, pero si lo que pretende es salvar la vida, hágame caso en lo que le digo. Es usted medico, medico forense, yo personalmente llamare al capitán medico principal y le informaré de ello, le comentaré de igual manera que usted no habla nada de alemán, pero que puede sernos de gran utilidad en el servicio de salud del Campo de Concentración. ¿Quiere y esta usted dispuesto? . Le aseguro que lo que va a ver no le va a gustar nada, pero es la única manera de salir vivos de aquí. No se imagina lo cruel que puede ser esta gente y lo que usted va a tener que ver y vivir. Usted tiene la última palabra…

Lo pensó durante unos breves instantes, agachó la cabeza y asintió con los ojos llenos de lágrimas. Haría lo que fuese necesario para escapar de aquel horror.

- Bien ¿Cómo te llamas? – preguntó Jesús

- Samuel Llevia.

- Bien Samuel, vamos allá - Jesús levantó la mano llamando la atención del Lagerarzt SS,  Médico del Campo.

El Médico del Campo acudió junto a Jesús y el nuevo prisionero con premura. Durante unos momentos se produjo una conversación entre Jesús y el Lagerarzt. Éste, tras pensar unos instantes, señaló a Samuel para que se apartara a un lado y esperara. Luego en señal de aceptación, el Lagerarzt golpeó el hombro de Jesús, aceptando en confianza la proposición que le había hecho.

Una vez que terminaron, a lo largo de la mañana, la revisión medica y clasificación de todos los prisioneros, el Lagerarzt dió permiso a Jesús para que ubicara a Samuel en el mismo barracón que los presos de confianza, es decir en el barracón nº 7, junto a nosotros.

Aquel día lo paso Jesús intentando ubicar a Samuel en el Campo, explicándole con detalle que actitud debía tener en el servicio y preparándole a partir de aquella fecha para los horrores que iba a ver en su trabajo junto a él, en el Servicio Médico, pero que al menos de momento, su vida no peligraría.

Samuel Llevia sonrió por primera vez desde su llegada al Campo, mostrándole a Jesús alguno de los dientes de oro que tenía en la boca. Jesús lo abrazó con fuerza y le dijo:

- A partir de hoy, te lo ruego Samuel, no vuelvas a sonreír en presencia de nadie. Que nadie tenga que ver tus dientes de oro, por que lo que menos deseo es tener que quitártelos, pues eso seria señal de que…-  Jesús calló y soltó a Samuel agachando la cabeza.

- Señal de que estoy muerto ¿verdad? – le inquirió Samuel.

- O quizá sea señal de que ya estamos en la vida buena, por fin, y nos hemos librado de este infierno, amigo Samuel – contestó Jesús intentando relajar la pregunta y su contestación - De todas formas, cuando esta noche lleguemos al barracón, tengo una sorpresa para ti y ya hablaremos con más calma sobre quién eres y de qué parte de España vienes.

Ambos terminaron de limpiar y colocar todo el instrumental del Servicio Médico para el día siguiente. Material con el que nuevamente, otra jornada más, tendrían que volver a cometer mil tropelías sobre pobres inocentes.

Cuando por fin cayó la tarde, Jesús y Samuel se dirigieron hacia el barracón nº 7 y por fin se pudieron reunir con Marcelino, Serafín y el bueno de Francisco Feijoo.

Cuando Samuel cruzó la puerta de entrada al barracón, todo fue silencio y un puñado de ojos mirando al nuevo extraño recién llegado. Jesús, hablando en voz alta, hizo saber a ltodos los compañeros del barracón, de diferentes nacionalidades, que aquél hombre no era una enviado por nadie, sino que era un recogido por todos. Muchos de ellos se dirigieron a estrecharle la mano dándole la bienvenida a aquel cruel lugar, donde su barracón parecía un hotel, tal y como había comentado Samuel, en comparación con los barracones donde dormían el resto de prisioneros.

- Samuel, siéntate aquí. Estos son Marcelino, Serafín y Francisco Feijoo, gente amiga que lo va a compartir todo, si tú lo haces con nosotros de igual manera. Así que bienvenido.

- Gracias a todos por la ayuda. Pero no creo que éste sea mi lugar yo debería estar con mi mujer y mis hijos

- ¿Dónde está su familia, Samuel? – preguntó Francisco Feijoo con su típico acento portugués.

- No lo se. Nos separaron en la estación de tren de Arlon y desde entonces yo he estado metido en un vagón de mercancías hasta llegar aquí. Del resto de mi familia no se nada de nada - nos decía mientras lloraba desesperadamente.

- Tranquilo, tranquilo, veras como todo va a ir bien Samuel. ¿Eres judío? – le preguntó Marcelino intentado calmarle.

- Yo soy Sefardí y Español, a pesar de que vuestras leyes nos echaron de allí hace 600 años.

Entonces le pregunté:

- Así que judío español y ¿En qué parte de España vives Samuel?

- No lo habéis entendido. Soy Sefardí, del reino Sefarad. A los míos los expulsaron de España un edicto de vuestros Reyes Católicos, hace ya casi 600 años y desde entonces mi familia y mi gente residen en un pequeño pueblo de Bélgica.

- Entonces... ¿Cómo después de tantos años hablas tan bien el español? – le volví a preguntar.

- ¿Acaso tu has olvidado tu idioma por estar fuera de tu tierra? ¿Quieres que tus hijos hablen otro idioma y no conozcan las raíces de su familia? Al pueblo de Abraham que es mi pueblo, Dios le prometió una tierra donde vivir. Moisés guió a ese pueblo a través del desierto y Dios le entregó la “Thorá” en el monte Sinai. Allí donde se reúnan 10 de los nuestros, habrá una sinagoga y donde haya una sinagoga habrá un poco de tierra prometida. Para mí y los míos, Sefarad es la tierra prometida y por ello sigo conservando el idioma, para regresar a Sefarad algún día no muy lejano.

Cuando terminó de hablar, guardamos todos un respetuoso silencio. Aquel hombre era una caja de sorpresas. Tenía profundos conocimientos y respuestas para todo.

Tras el silencio, Marcelino alargó su mano y puso ante Samuel el Kipá que le había sido arrebatado por el soldado al llegar al Campo.

Este lo cogió en silencio y lo apretó contra su pecho con fuerza, llorando de alegría como un niño.

- Gracias mil. No sabéis el significado que realmente tiene esto para un Sefardí. Es como colocar a cada uno en su sitio. Este gorro marca el lugar donde esta mi fe como judío y lo que mí Dios domina es todo lo que queda por arriba de este Kipá. Gracias compatriotas. Os puedo considerar así ¿Verdad?. Sefarad para mí y España para vosotros, son lo mismo.

- Por supuesto – contestó Francisco Feijoo con acento portugués, lo que nos hizo reírnos a todos.

- Pero entonces Samuel, usted domina varios idiomas ¿Verdad? – le pregunté yo.

- Si, así es. Domino el Hebreo, que es el idioma de Dios y lengua de los judíos y es ademas la lengua en la que leo y rezo; el Castellano, porque pertenece a Sefarad lugar del que proceden mis raíces. Como consecuencia de estos dos lenguajes también comprendo y entiendo el latín y por causa de mi destierro, hablo francés por residir en Bélgica.

Jesús le contestó.

- Pues que los nazis no lo sepan. Pégate a mi vera día y noche, haz de tripas corazón y sobreviviremos todos, si tu Dios nos ayuda, porque el de los cristianos ayudó a unos en España según ellos dicen, pero se olvidó de otros muchos cientos que quedamos en el camino.

- Yahvé os tendrá en cuenta por lo que habéis hecho por mi.

- Que su Dios se encargue de su familia y de usted Samuel, que nosotros ya somos mayorcitos. Venimos de muchas peleas y sufrimientos y hemos aprendido a sacarnos las castañas del fuego – le contestó Marcelino.

- Gracias por todo.

- Ahora a descansar, que mañana ya veremos que es de nosotros. –  le dije.

Casi todas las noches nos acostábamos al abrigo de la oscuridad y al amparo de la esperanza de un día poder regresar con los nuestros y vivir en paz. En aquel lugar soñar ocupaba muy poco espacio y la muerte lo abarcaba casi todo. Los hombres que convivíamos bajo aquellas cuatro tablas y una pequeña luz, intentábamos a toda costa que esa muerte, bajo ningún pretexto, consiguiera entrar en el barracón número 7 del Campo de Concentración de Natzweiler-Struthof.

Salí al exterior junto a Jesús, mientras Marcelino, Francisco Feijoo y Samuel se arropaban con los sueños de los que hablamos antes.

Nos sentamos en las escaleras que daban acceso al barracón, con cuidado, en silencio. Caía una fina capa de nieve sobre el Campo; pensé que aquello le daba un aspecto de postal navideña. Le hice el comentario a Jesús:

- Y nosotros somos los pavos que éstos se van a comer por Navidad. ¡No te digo! – me contestó y ambos nos echamos a reír un rato de nuestra maldita suerte.

- ¿Jesús, qué te parece este hombre Samuel? – le pregunté.

- Parece buena persona y culta, muy culta. Tiene buen conocimiento de la Historia, enfocada desde un punto de vista religioso pero real como la vida misma. Quizá la historia no ha sido justa con esta gente. Su Dios les prometió una tierra que aún no tienen, Canaan. De España se les expulsó por un edicto de los Reyes Católicos y ahora los malditos nazis los están masacrando. A pesar de ello, este hombre, Samuel, no pierde los orígenes de donde procede; es más, se muestra orgulloso de ellos, cosa que muchos españoles no han hecho nunca. Creo que es buena persona. Con principios.   

- Yo tengo la sensación de que quizá sea una caja de sorpresas, no sé - le contesté, alzando los hombros en señal de duda.

- El tiempo lo dirá. El tiempo lo dirá si este cabrón de Friederich Ulm nos lo permite. Y, por cierto, estoy seguro que no permitirá, que podamos estar sin el tatuaje mucho tiempo más…

- Pues a ver lo que me invento para que me lo ponga en el brazo.

- Vamos a dormir y lo pensamos.

- Vamos Jesús, vamos.

Nos metimos al cobijo del calor en el interior del barracón mientras la nieve seguía cayendo sobre aquellos Campos de Francia, perdidos de la mano de Dios y alejados del mundo, donde cientos de personas morían cada día.

Porque se puede morir una vez y se acabó, pero nosotros éramos muertos en vida y todos los días moríamos un poco mas, hasta que llegara nuestro destino por azar, deseo de algún cabrón, o por pura casualidad.

A la mañana siguiente una capa de dura nieve lo cubría todo.

Francisco Feijoo y yo nos unimos pronto a la patrulla de limpieza, quitando la nieve de alrededor del perímetro de seguridad, limpiando toda la zona.

Marcelino, como todas las jornadas, acudió al Servicio de Comunicaciones y se metió en faena con los códigos encriptados que nos comentaba cada noche y la reparación de los equipos que enviaban mensajes de muerte y violencia. También, por supuesto, puso al día los archivos con los datos de los prisioneros y duplicó con infinita paciencia, las fichas.

Jesús dijo a Samuel que le acompañara, invitándole a que dejara el Kipá escondido en el barracón, porque si le veían con él puesto, borrarían de un disparo la distancia que nos había comentado el día anterior que había entre él y su Dios. Luego Jesús le dió claras instrucciones por si tenía problemas a la hora de ver muertos o de ver cómo mataban a alguien. Ése iba a ser a partir de ahora su día a día.

- Si te entra agonía, cierra los ojos unos instantes y respira profundamente, Samuel. Yo estaré al lado para echarte una mano. No pienses en nada más ¿entendido?

Samuel movió su cabeza en señal de haber entendido perfectamente las instrucciones.

Ambos partieron a dar la vuelta de rutina por los barracones, como solían efectuar todas las mañanas los Servicios Médicos acompañados por soldados de las SS, en busca de cadáveres o gente a punto de morir.

Aquella noche había traído la desgracia sobre más de 70 personas que habían fallecido mezcla del frío, la desnutrición y la desesperanza.

Comenzaron, entre Jesús, Samuel y algún otro hombre de los Servicios Sanitarios, a sacar los cadáveres de los barracones y amontonarlos en el carro que los llevaría hasta los crematorios. 

Samuel llamo a Jesús cuando encontró a un hombre moribundo acostado en su sucia litera. Jesús le observó y le auscultó un momento.

- Le queda poco de vida… – comentó Samuel.

- Dejémosle que descanse en paz en estos instantes – apuntó Jesús.

Samuel se arrodilló con parsimonia y pronunció algunas palabras en hebreo ante el cuerpo exhausto del moribundo:

- Que el señor te muestre el camino hacia la tierra prometida de Israel – aproximó su cara y le preguntó en hebreo - ¿Quieres hacer con este hermano tuyo, la Semá?

El hombre asintió con la cabeza. Jesús se arrodilló junto a Samuel y le preguntó que era lo que estaba haciendo.

- Le he ofrecido la oportunidad de hacer la Semá o lo que se entiende por la confesión de fe judía, una bendición final a la hora de morir.

En aquel momento, una sombra negra como la desesperanza invadió todo y se ciño sobre las paredes del barracón, prolongándose desde la puerta de la entrada. Samuel y Jesús se levantaron con rapidez. Era el Arbeitsdienfuhrer, Friederich Ulm.

Avanzó unos pasos hacia el moribundo. Aparto de un empujón a Samuel y Jesús de su lado y observó durante unos breves instantes al hombre tirado sobre el lecho. Sin mediar palabra, sacó el arma y le descerrajó dos tiros a bocajarro, acabando con su vida.

No hubo ningún comentario, ni siquiera un quejido. Ttodos los presentes retrocedieron presos del horror y del pánico. Friederich Ulm los miró a todos con aire de superioridad y comento a Jesús y Samuel en español:

- Aquí no estamos para perder el tiempo en estupideces, cuéntaselo a tu nuevo amiguito judío. Ahora, recoger esta mierda y al crematorio con ella. Toma nota judío, o como te llamés, aquí yo soy el dueño y señor. No hay más Dios que yo…

Samuel agachó la cabeza y Jesús respiró al ver que no contestaba.

Una vez que Friederich Ulm se retiró del barracón, Samuel sin cejar en su empeño de cumplir con los requisitos de su doctrina, se tiró de rodillas ante el cadáver y pronunció las siguientes palabras, ya en español para que Jesús las entendiera:

- Bendito sea el Juez verdadero – y a continuación, cerró los ojos del difunto con sus manos al no haber ningún familiar presente, pues según la ley de los hebreos debería hacer esto un hijo o familiar allegado, pero el mas próximo en aquel momento final era Samuel.

Cargaron entre ambos el cadáver hasta el carro, bajo la atenta mirada de Friederich Ulm que permanecía de pie en la nieve, en el exterior del barracón.

- Cuando terminéis de recoger y quemar a todos estos judíos, volvéis al Servicio Médico para tatuaros. ¿Entendido?. Nada de bendiciones judías, ni ostias de esas. Aquí son una pérdida de tiempo. Ir pensando que número queréis… ya sabéis. Ahora voy a buscar a vuestros amiguitos a los que también les toca “tatuarse”. ¿Habéis entendido, judíos?

Samuel, esta vez, no contuvo la ira que le atormentaba por todo lo visto y sufrido instantes antes y decidió abrir la boca. Jesús miraba al cielo impotente sin creérselo.

- Soy Sefardí señor. Judío y Sefardí.

Friederich Ulm dio la vuelta con calma sobre sus pasos y aproximó su cara a la de Samuel.

- ¿Se dirige usted a mi judío? – le dijo hablando en voz baja, en español.

- Sí señor. Soy sefardí y judío español, señor.

Friederich Ulm se alejó unos pasos y puso sus manos sobre la cadera observando a Samuel en la distancia. Jesús temblaba horrorizado observando la escena, pensando que poco iba a sobrevivir Samuel en aquel lugar.

- ¡Tiene pelotas el judío enano! – dijo voz en grito, admirado por el valor de aquel desconocido. Luego levantó la mano señalando a Samuel – Te voy a hacer un regalo especial por tener esas pelotas, pero…

El Arbeitsdienfuhrer se aproximó a Samuel y le gritó echándole el aliento en la boca:

- ¡Que sea la ultima vez que te diriges a mi perro, porque a la próxima de mato! ¿Lo has entendido, verdad?

Samuel movió la cabeza en señal afirmativa mientras se le caían las lágrimas y los mocos presa del terror que estaba sintiendo.

- ¡Y vosotros que miráis, escoria! ¡Fuera, apartaos perros!

La gente desapareció con los gritos del Arbeitsdienfuhrer. Una vez que se alejó Friederich Ulm, Samuel cayó de rodillas al suelo, destrozado.

Jesús corrió junto a Samuel y le comentó al oído:

- Estas loco Samuel, pero eres un loco maravilloso. Terminemos de recoger a estos pobres desgraciados por los cuales ya no podemos hacer nada y vayamos al Servicio Médico antes de que este animal nos busque de nuevo.

Estuvieron el resto de la mañana cargando y transportando hasta el crematorio los cuerpos de los  fallecidos aquella noche. El aire soplaba desde las montañas próximas y las cenizas que salían por la chimenea del horno crematorio eran arrastradas por el viento y caían sobre la blanca nieve del Campo, tornando todo de un gris oscuro abominable. Cuando terminaron de recoger cadáveres, se unieron en el Servicio Médico a otros compañeros en la horrible labor de despojar de metales preciosos o valiosos a los cadáveres.

Jesús observó a Samuel llorando mientras arrancaba un diente de oro a un judío.

- Ve despacio Samuel, así no tendrás que hacer esto con muchas personas. Yo me encargo de todo, por desgracia estoy más acostumbrado que tú.

Mientras, en el exterior, el grupo de trabajadores habituales en nuestra patrulla, Francisco Feijoo y yo estábamos quitando a paladas la nieve que se había acumulado alrededor de la zona de seguridad. Nosotros dos estábamos muertos de frío.

El primero en atisbarlo fue Francisco Feijoo y fue él quien me puso en sobre aviso:

- Serafín, por allí viene el cabronazo del Arbeitsdienfuhrer y tengo la extraña sensación de que viene a por nosotros.

Friederich Ulm venía a buscarnos al exterior del Campo de Concentración, con cara de pocos amigos. Se veía que venía con los ojos encendidos en el fuego del odio. Yo ya conocía esa mirada.     

- Francisco, tienes toda la razón. Ese tiparraco viene a por nosotros dos.

Nos pusimos a la espera de sus órdenes dejando de dar paladas de nieves. Comenzó a gritarnos a distancia. Todos los presentes giraron sus cabezas pensando que aquellos gritos eran para ellos. Nosotros dos teníamos claro para quiénes eran y lo que pretendían. Uno de los soldados que nos custodiaba hizo un gesto para indicarnos que acudiéramos con prontitud hasta donde se encontraba el Arbeitsdienfuhrer.

- ¡ Jüden, jetzt die Merkzeichen! – gritaba en la distancia.

Francisco me miró buscando una explicación a lo que decía Frederich Ulm.

- ¿Qué grita Serafín? – preguntó.

-  ¡Judíos, toca colocarse la marca! - le contesté.

Ambos agachamos la cabeza y acudimos a la llamada del Arbeitsdienfuhrer. El destino estaba marcado y no nos quedaba otra. Por el camino nos encontramos con Marcelino que venía caminando desde la oficina de comunicaciones. Una llamada le había advertido que se presentara lo antes posible en el Servicio Médico.

Allí nos unimos a Jesús y a Samuel, roto por lo que estaba viviendo su primer día entre nosotros. Dejaron de revisar cadáveres y se unieron al resto.

Friederich Ulm nos colocó a todos alineados. Sonreía paseando frente a nosotros mientras nos miraba de soslayo. Daba miedo mirarle a los ojos. El uniforme de las SS, le confería un aire de superioridad y él lo remarcaba arrasando con todo lo que encontraba a su paso.

- ¿Habéis decidido ya el número que queréis llevar? Pensadlo bien; sabéis que va a ser para siempre. Considerarlo como un regalo, un privilegio. Ninguno de los que han cruzado esta puerta ha tenido la posibilidad de escoger. Vosotros, al ser privilegiados, disponéis de ese don que yo os concedo, así que adelante…. decid los números que queréis.

Nos miramos unos a otros sin saber que contestar. Friederich Ulm levantó el dedo, señaló a Francisco Feijoo gritando preso de ira:

- ¡Tú!... Di de una puta vez un número…

Francisco Feijoo dio un paso al frente, levantó la cabeza y dijo:

- Prefiero que usted sea quien designe mi número Arbeitsdienfuhrer.

Friederich Ulm se detuvo frente a él y sonrió. Extendió su mano y golpeó en la nuca a Francisco un par de veces en señal de complacencia. Como quien acaricia a un perro que le es fiel y responde a su llamada.

- Así me gusta, fidelidad hasta la muerte – dijo.      

Francisco Feijoo se adelantó unos pasos y se colocó en la mesa extendiendo el brazo para que le realizaran el tatuaje. Friederich Ulm tomó su cartera del interior de su chaqueta militar y miró el número de filiación militar.

- Tu llevarás mi número de soldado alemán del Tercer Reich. El resto de vosotros los números contiguos. Así, me recordaréis toda la vida, si salís vivos de aquí…

A continuación, pronunció en alemán los números que debería grabar el Sanitario a golpe de aguja en el brazo de Francisco Feijoo. La tortura para todos comenzaba. 

- Acht, acht, Querstrich, sieben, fünf, neun, drei, neun, zwei...

El resto de los que aguardábamos, traducíamos mentalmente lo que el Arbeitsdienfuhrer iba diciendo al Sanitario.

- "ocho, ocho, barra, siete, cinco, nueve, tres, nueve, dos…

Francisco aguantaba el dolor sin queja alguna. Tras hacerle los agujeros de los números le impregnaron bien de tinta sobre las heridas, para que ésta penetrara bajo la piel.

El siguiente fue Marcelino. No hizo falta que el Arbeitsdienfuhrer llamara a otro para que tomara asiento, Marcelino se adelantó. Se sentó sobre el duro taburete de madera y extendió su brazo ante el Sanitario que efectuaba la operación.

- Acht, acht, Querstrich, sieben, fünf, neun, drei, neun, zwei… – decía en voz alta Friederich Ulm para que todos los presentes le escucharan.

A Marcelino le estaban grabando el siguiente número, en orden correlativo al de Francisco Feijoo, era el 88/759393 y así íbamos a continuar siendo numerados el resto de los que quedábamos en la sala.

Jesús fue el siguiente y también aguantó en silencio, sobre todo las sonrisas de Friederich Ulm y ver como le taladraban la piel quedando ya para siempre grabado el número siguiente, el 88/759394.

Cuando me tocó a mí, me rodaban gotas de sudor por la frente. Tenía pánico a las agujas y no quería ser marcado como un animal. Ya tenía asumido que sin marcar no me iba a escapar de allí, por lo que decidí asumir riesgos.

- Arbeitsdienfuhrer, yo quiero tener en mi piel mi propio número, como usted me prometió…

Friederich Ulm se aproximó a mi cara y mantuvo un largo silencio desafiante que me descompuso, aunque tragué saliva aguantando.

Levantó su mano y golpeó mi cara con un gesto mezcla de cariño y desprecio, aunque uno no sabía como interpretarlos, viniendo de quien venían.

- Oveja negra, oveja negra… Pero tienes razón, te prometí ese derecho. Me desilusiona que, al igual que tus amigos, tú no continúes portando la dignidad de mi número, haciendo de ello un orgullo. Pero no por eso vas a dejar de pertenecerme… así que, habla ya ¿Qué número quieres llevar?

- 3813/157 es el número que deseo, Arbeitsdienfuhrer.

- ¿Algún motivo en especial por el que te interese tanto ese número?

- Es el que he tenido como soldado de la República española, señor. – le contesté.

- Es un número de perdedor – me dijo escupiéndome a la cara – pero, una promesa mía es una promesa, así que allá tu “Republikanische Spanier”…

Agaché la cabeza, limpie mi cara con la manga de la chaqueta y sonreí para mis adentros. No deseaba bajo ningún concepto portar sus malditos numeros. Mi numero de soldado republicano le habia conseguido escocer. 

Me senté en el taburete y extendí el brazo sobre la mesa sin dudarlo. Friederich Ulm no dictaba los números a grabar y ante su silencio opté por decirlos yo en alemán: 

- drei, acht, ein, drei, es fegt, ein, fünf, sieben.                                                       

El Sanitario alemán que me tatuaba se quedo impávido esperando la reacción del  Arbeitsdienfuhrer, pero este tan sólo le hizo un comentario en alemán:   

- Unglaublich, dass Gott einigen dieser Juden diese intelligenz gegeben hat¡

Sonreí irónicamente ante la expresión que el Arbeitdiensfuhrer había hecho al Sanitario, maldiciendo su estampa para mis adentros, tras su expresión:

- Parece increíble que Dios haya dado esa inteligencia a algunos de estos judíos…

Friederich Ulm vió mi gesto y me dio tal puñetazo que caí al suelo desarbolado. La sangre me manó a borbotones de la oreja. Me levanté y volví a sentarme en la silla sin rechistar.

Mientras el Arbeitsdienfuhrer se asomaba al exterior, Marcelino me preguntó:

- ¿Estás bien?

Con el pulgar de la mano en alto le contesté que todo perfecto y me eché la mano a la oreja que me ardía como una brasa.

Aguanté estoicamente a que terminaran de tatuarme y luego me uní a la fila con mis amigos que permanecían de pie.

El Arbeitsdienfuhrer señaló entonces a Samuel y éste, se aproximó a la silla con la lentitud del que se siente derrotado.

Levantó la manga del traje y Samuel ofreció su brazo al Sanitario para que realizara el tatuaje.

Friederich Ulm se aproximó y murmuro al Samuel al oído:

- Quizá le guste a usted que le tatuemos otra decoración. Me refiero en vez de números, ponerle letras. Algo que le recuerde su condición hebrea. Algo que le consuele en la desdicha… No sé, pongamos que le tatuamos la palabra “Abaddon”.    

Samuel dio un bote hacia atrás en la banqueta en la que estaba sentado y Friederich Ulm le apretó en el hombro, haciendo fuerza hacia abajo para que se volviera a sentar.

Los ojos de Samuel se habían desencajado, pero tras una pausa, en la que agachó la cabeza y reflexionó contestó al Arbeitsdienfuhrer.

- Si es su voluntad, así sea. De esa manera estará mi Dios más presente y me recordará que nadie está libre de pecado. Cuando me mire el brazo y vea la palabra Abaddon tatuada, recordaré que polvo nací y que en polvo me convertiré…

Jesús me comento en voz baja cuando el Arbeitsdienfuhrer estaba de espaldas, que Abaddon es un diablo o demonio según la tradición de los judíos y Friederich Ulm quería dejárselo marcado en la piel, intentando destrozar un alma mas.

El Arbeitsdienfuhrer reflexionó y tras crisparse en odio, ordenó al Sanitario que le tatuara a Samuel el número contiguo a sus compañeros.

- Creo que es mejor judío – dijo Friederich Ulm dirigiéndose a Samuel – que le tatúen el número contiguo a sus compañeros, así me recordara usted mucho tiempo y de esa manera cada vez que mire su brazo recordara que su “Abaddon” personal seré yo: Friederich Ulm.

El Arbeitsdienfuhrer pareció retirarse en aquel momento satisfecho con la sucia tarea realizada, pero agachó la cabeza y giro sobre si mismo regresando hasta la altura de Samuel.

Se agachó con suavidad, tranquilidad y hasta parsimonia para susurrar al oído de Samuel con la fuerza suficiente para que lo escucháramos claramente todos los presentes:

- Ah! Y por cierto, Samuel. Porque se llama usted Samuel, ¿Verdad? Bien, solo le diré que me encantan esos dientes de oro que tiene usted en la boca…

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