la dignidad de los sefardies
Capítulo
4
Así pasamos meses y meses, sobreviviendo día tras
día, con el Arbeitsdienfuhrer sacándonos hasta la
última gota de nuestra sangre.
El frío, el calor, los trabajos y el
hambre seguían diezmando por miles a los prisioneros del Campo.
Todas las mañanas nos obligaban a
formar en el exterior de los barracones, mientras una Unidad de las SS,
acompañados desde hacía un tiempo de Jesús al que le habían obligado a ir a
este servicio con ellos, comprobaban los muertos que había en las camas. Los
sacaban arrastrando al exterior y los amontonaban en un carro, camino del viaje
final. Todos los días morían unos cuantos de extenuación o agotamiento.
La gente se moría de hambre y el
simple hecho de encontrar algún resto o algo que llevar a la boca, provocaba
peleas desesperadas entre los presos. Los mandos de las SS aprovechaban para
azuzar los perros contra la multitud que se mataba por un bocado. Los perros
arrancaban trozos de personas con rabia y locura, causando a su vez heridas que
serian imposibles de curar o cicatrizar en las condiciones en las que vivíamos.
Una mañana de frio invierno, nos
encontrábamos en la explanada cuando observamos la llegada de una larga fila de
camiones. Carne fresca para el imperio nazi. Más gente a la que matar, torturar
y asesinar sin motivo alguno.
Muchos hombres descendieron del los
camiones asustados y muchos salían corriendo sin rumbo alguno, como si la huida
fuera posible. Rápidamente los reducían o incluso los disparaban por la
espalda, para evitar que escaparan al imposible destino que les aguardaba. La
mayor parte eran milicianos franceses y de países cercanos como Bélgica y
Polonia.
Nos llamó la atención un pequeño
hombre que se mantenía con firmeza y orgullo de pie, entre el caos de la multitud.
Cuando los situaron en el patio, seguimos con curiosidad la seguridad y el
aplomo de aquel pequeño hombre y observamos cómo entre sus manos movía
frenéticamente algo.
- ¿Qué es eso que lleva entre las
manos? – pregunté.
Serafín fue quien me respondió con
seguridad.
- Es un Kipá, lo que conocemos por ese
gorro pequeñito que suelen llevar los judíos a todas partes en la cabeza.
Un soldado intento por dos veces
arrebatárselo y no pudo en un principio. Finalmente los perros atacándole,
hicieron que el hombre lo perdiera, cayéndosele al suelo.
El soldado alemán dió una patada para
alejar el kipa de su dueño y éste fue a caer a los pies de Marcelino. Con la
velocidad del rayo se agachó y lo recogió, guardándoselo en el bolsillo.
El pequeño hombre vió el gesto de
Marcelino y, cuando se dirigía al barracón que le habían asignado, pasó a una
distancia bastante cercana a donde estábamos y nos dijo:
- ¡Gracias!
Los tres nos miramos sorprendidos al
oír a alguien, aparte de nosotros y el Arbeitsdienfuhrer, hablar en español,
así que con rapidez Jesús le contestó al hombrecillo:
- ¡De nada!
El hombre, mientras caminaba, giró su
cabeza y nos miró a los tres sorprendido, al igual que nos había sucedido a nosotros,
por encontrar en aquel lugar a alguien que hablara nuestro idioma.
- ¿Compatriotas? ¿Españoles?......
Jesús echo una pequeña carrera para
darle un último mensaje:
- Mañana a mediodía en la revisión
sanitaria que les efectuarán, hablaremos.
El hombrecillo asentía con su cabeza,
con los ojos fundidos en lágrimas de desesperación y amargura, mientras que
caminaba hacia su primera noche en el infierno de Natzweiler-Struthof.
A la mañana siguiente, el grupo de
nuevos prisioneros fue obligado a visitar el Servicio Médico. Jesús estaba
alerta y pendiente de que no se le escapara el pequeño hombre del día anterior.
Los colocaron a todos en hileras. Cuando
Jesús le vio en la fila le llamó a la mesa en la que él se encontraba. El
hombre, al ver quien estaba llamándole, se dirigió con rapidez hacia su
encuentro.
Antes de que aquel hombre pudiese decir
nada, Jesús ya le estaba dando las primeras instrucciones para salvarle el
pellejo a aquel posible compatriota.
- Bien, guarde silencio mientras le
hago el reconocimiento. No se quien es usted, pero si lo que pretende es salvar
la vida, hágame caso en lo que le digo. Es usted medico, medico forense, yo
personalmente llamare al capitán medico principal y le informaré de ello, le
comentaré de igual manera que usted no habla nada de alemán, pero que puede
sernos de gran utilidad en el servicio de salud del Campo de Concentración.
¿Quiere y esta usted dispuesto? . Le aseguro que lo que va a ver no le va a
gustar nada, pero es la única manera de salir vivos de aquí. No se imagina lo
cruel que puede ser esta gente y lo que usted va a tener que ver y vivir. Usted
tiene la última palabra…
Lo pensó durante unos breves
instantes, agachó la cabeza y asintió con los ojos llenos de lágrimas. Haría lo
que fuese necesario para escapar de aquel horror.
- Bien ¿Cómo te llamas? – preguntó
Jesús
- Samuel Llevia.
- Bien Samuel, vamos allá - Jesús
levantó la mano llamando la atención del Lagerarzt SS, Médico del Campo.
El Médico del Campo acudió junto a
Jesús y el nuevo prisionero con premura. Durante unos momentos se produjo una
conversación entre Jesús y el Lagerarzt. Éste, tras pensar unos instantes,
señaló a Samuel para que se apartara a un lado y esperara. Luego en señal de
aceptación, el Lagerarzt golpeó el hombro de Jesús, aceptando en confianza la
proposición que le había hecho.
Una vez que terminaron, a lo largo de
la mañana, la revisión medica y clasificación de todos los prisioneros, el
Lagerarzt dió permiso a Jesús para que ubicara a Samuel en el mismo barracón
que los presos de confianza, es decir en el barracón nº 7, junto a nosotros.
Aquel día lo paso Jesús intentando
ubicar a Samuel en el Campo, explicándole con detalle que actitud debía tener
en el servicio y preparándole a partir de aquella fecha para los horrores que
iba a ver en su trabajo junto a él, en el Servicio Médico, pero que al menos de
momento, su vida no peligraría.
Samuel Llevia sonrió por primera vez
desde su llegada al Campo, mostrándole a Jesús alguno de los dientes de oro que
tenía en la boca. Jesús lo abrazó con fuerza y le dijo:
- A partir de hoy, te lo ruego Samuel,
no vuelvas a sonreír en presencia de nadie. Que nadie tenga que ver tus dientes
de oro, por que lo que menos deseo es tener que quitártelos, pues eso seria
señal de que…- Jesús calló y soltó a
Samuel agachando la cabeza.
- Señal de que estoy muerto ¿verdad? –
le inquirió Samuel.
- O quizá sea señal de que ya estamos
en la vida buena, por fin, y nos hemos librado de este infierno, amigo Samuel –
contestó Jesús intentando relajar la pregunta y su contestación - De todas
formas, cuando esta noche lleguemos al barracón, tengo una sorpresa para ti y
ya hablaremos con más calma sobre quién eres y de qué parte de España vienes.
Ambos terminaron de limpiar y colocar
todo el instrumental del Servicio Médico para el día siguiente. Material con el
que nuevamente, otra jornada más, tendrían que volver a cometer mil tropelías
sobre pobres inocentes.
Cuando por fin cayó la tarde, Jesús y
Samuel se dirigieron hacia el barracón nº 7 y por fin se pudieron reunir con
Marcelino, Serafín y el bueno de Francisco Feijoo.
Cuando Samuel cruzó la puerta de
entrada al barracón, todo fue silencio y un puñado de ojos mirando al nuevo
extraño recién llegado. Jesús, hablando en voz alta, hizo saber a ltodos los
compañeros del barracón, de diferentes nacionalidades, que aquél hombre no era
una enviado por nadie, sino que era un recogido por todos. Muchos de ellos se
dirigieron a estrecharle la mano dándole la bienvenida a aquel cruel lugar,
donde su barracón parecía un hotel, tal y como había comentado Samuel, en
comparación con los barracones donde dormían el resto de prisioneros.
- Samuel, siéntate aquí. Estos son
Marcelino, Serafín y Francisco Feijoo, gente amiga que lo va a compartir todo,
si tú lo haces con nosotros de igual manera. Así que bienvenido.
- Gracias a todos por la ayuda. Pero
no creo que éste sea mi lugar yo debería estar con mi mujer y mis hijos
- ¿Dónde está su familia, Samuel? –
preguntó Francisco Feijoo con su típico acento portugués.
- No lo se. Nos separaron en la
estación de tren de Arlon y desde entonces yo he estado metido en un vagón de mercancías
hasta llegar aquí. Del resto de mi familia no se nada de nada - nos decía
mientras lloraba desesperadamente.
- Tranquilo, tranquilo, veras como
todo va a ir bien Samuel. ¿Eres judío? – le preguntó Marcelino intentado
calmarle.
- Yo soy Sefardí y Español, a pesar de
que vuestras leyes nos echaron de allí hace 600 años.
Entonces le pregunté:
- Así que judío español y ¿En qué
parte de España vives Samuel?
- No lo habéis entendido. Soy Sefardí,
del reino Sefarad. A los míos los expulsaron de España un edicto de vuestros
Reyes Católicos, hace ya casi 600 años y desde entonces mi familia y mi gente
residen en un pequeño pueblo de Bélgica.
- Entonces... ¿Cómo después de tantos
años hablas tan bien el español? – le volví a preguntar.
- ¿Acaso tu has olvidado tu idioma por
estar fuera de tu tierra? ¿Quieres que tus hijos hablen otro idioma y no
conozcan las raíces de su familia? Al pueblo de Abraham que es mi pueblo, Dios
le prometió una tierra donde vivir. Moisés guió a ese pueblo a través del
desierto y Dios le entregó la “Thorá” en el monte Sinai. Allí donde se reúnan
10 de los nuestros, habrá una sinagoga y donde haya una sinagoga habrá un poco
de tierra prometida. Para mí y los míos, Sefarad es la tierra prometida y por
ello sigo conservando el idioma, para regresar a Sefarad algún día no muy
lejano.
Cuando terminó de hablar, guardamos
todos un respetuoso silencio. Aquel hombre era una caja de sorpresas. Tenía
profundos conocimientos y respuestas para todo.
Tras el silencio, Marcelino alargó su
mano y puso ante Samuel el Kipá que le había sido arrebatado por el soldado al
llegar al Campo.
Este lo cogió en silencio y lo apretó
contra su pecho con fuerza, llorando de alegría como un niño.
- Gracias mil. No sabéis el
significado que realmente tiene esto para un Sefardí. Es como colocar a cada
uno en su sitio. Este gorro marca el lugar donde esta mi fe como judío y lo que
mí Dios domina es todo lo que queda por arriba de este Kipá. Gracias
compatriotas. Os puedo considerar así ¿Verdad?. Sefarad para mí y España para
vosotros, son lo mismo.
- Por supuesto – contestó Francisco
Feijoo con acento portugués, lo que nos hizo reírnos a todos.
- Pero entonces Samuel, usted domina
varios idiomas ¿Verdad? – le pregunté yo.
- Si, así es. Domino el Hebreo, que es
el idioma de Dios y lengua de los judíos y es ademas la lengua en la que leo y
rezo; el Castellano, porque pertenece a Sefarad lugar del que proceden mis
raíces. Como consecuencia de estos dos lenguajes también comprendo y entiendo
el latín y por causa de mi destierro, hablo francés por residir en Bélgica.
Jesús le contestó.
- Pues que los nazis no lo sepan.
Pégate a mi vera día y noche, haz de tripas corazón y sobreviviremos todos, si
tu Dios nos ayuda, porque el de los cristianos ayudó a unos en España según
ellos dicen, pero se olvidó de otros muchos cientos que quedamos en el camino.
- Yahvé os tendrá en cuenta por lo que
habéis hecho por mi.
- Que su Dios se encargue de su
familia y de usted Samuel, que nosotros ya somos mayorcitos. Venimos de muchas
peleas y sufrimientos y hemos aprendido a sacarnos las castañas del fuego – le
contestó Marcelino.
- Gracias por todo.
- Ahora a descansar, que mañana ya
veremos que es de nosotros. – le dije.
Casi todas las noches nos acostábamos
al abrigo de la oscuridad y al amparo de la esperanza de un día poder regresar
con los nuestros y vivir en paz. En aquel lugar soñar ocupaba muy poco espacio
y la muerte lo abarcaba casi todo. Los hombres que convivíamos bajo aquellas
cuatro tablas y una pequeña luz, intentábamos a toda costa que esa muerte, bajo
ningún pretexto, consiguiera entrar en el barracón número 7 del Campo de
Concentración de Natzweiler-Struthof.
Salí al exterior junto a Jesús,
mientras Marcelino, Francisco Feijoo y Samuel se arropaban con los sueños de
los que hablamos antes.
Nos sentamos en las escaleras que
daban acceso al barracón, con cuidado, en silencio. Caía una fina capa de nieve
sobre el Campo; pensé que aquello le daba un aspecto de postal navideña. Le
hice el comentario a Jesús:
- Y nosotros somos los pavos que éstos
se van a comer por Navidad. ¡No te digo! – me contestó y ambos nos echamos a
reír un rato de nuestra maldita suerte.
- ¿Jesús, qué te parece este hombre
Samuel? – le pregunté.
- Parece buena persona y culta, muy
culta. Tiene buen conocimiento de la Historia, enfocada desde un punto de vista
religioso pero real como la vida misma. Quizá la historia no ha sido justa con
esta gente. Su Dios les prometió una tierra que aún no tienen, Canaan. De
España se les expulsó por un edicto de los Reyes Católicos y ahora los malditos
nazis los están masacrando. A pesar de ello, este hombre, Samuel, no pierde los
orígenes de donde procede; es más, se muestra orgulloso de ellos, cosa que
muchos españoles no han hecho nunca. Creo que es buena persona. Con principios.
- Yo tengo la sensación de que quizá
sea una caja de sorpresas, no sé - le contesté, alzando los hombros en señal de duda.
- El tiempo lo dirá. El tiempo lo dirá
si este cabrón de Friederich Ulm nos lo permite. Y, por cierto, estoy seguro
que no permitirá, que podamos estar sin el tatuaje mucho tiempo más…
- Pues a ver lo que me invento para
que me lo ponga en el brazo.
- Vamos a dormir y lo pensamos.
- Vamos Jesús, vamos.
Nos metimos al cobijo del calor en el
interior del barracón mientras la nieve seguía cayendo sobre aquellos Campos de
Francia, perdidos de la mano de Dios y alejados del mundo, donde cientos de
personas morían cada día.
Porque se puede morir una vez y se
acabó, pero nosotros éramos muertos en vida y todos los días moríamos un poco
mas, hasta que llegara nuestro destino por azar, deseo de algún cabrón, o por
pura casualidad.
A la mañana siguiente una capa de dura
nieve lo cubría todo.
Francisco Feijoo y yo nos unimos
pronto a la patrulla de limpieza, quitando la nieve de alrededor del perímetro
de seguridad, limpiando toda la zona.
Marcelino, como todas las jornadas,
acudió al Servicio de Comunicaciones y se metió en faena con los códigos encriptados
que nos comentaba cada noche y la reparación de los equipos que enviaban
mensajes de muerte y violencia. También, por supuesto, puso al día los archivos
con los datos de los prisioneros y duplicó con infinita paciencia, las fichas.
Jesús dijo a Samuel que le acompañara,
invitándole a que dejara el Kipá escondido en el barracón, porque si le veían
con él puesto, borrarían de un disparo la distancia que nos había comentado el
día anterior que había entre él y su Dios. Luego Jesús le dió claras
instrucciones por si tenía problemas a la hora de ver muertos o de ver cómo
mataban a alguien. Ése iba a ser a partir de ahora su día a día.
- Si te entra agonía, cierra los ojos
unos instantes y respira profundamente, Samuel. Yo estaré al lado para echarte
una mano. No pienses en nada más ¿entendido?
Samuel movió su cabeza en señal de
haber entendido perfectamente las instrucciones.
Ambos partieron a dar la vuelta de
rutina por los barracones, como solían efectuar todas las mañanas los Servicios
Médicos acompañados por soldados de las SS, en busca de cadáveres o gente a
punto de morir.
Aquella noche había traído la
desgracia sobre más de 70 personas que habían fallecido mezcla del frío, la
desnutrición y la desesperanza.
Comenzaron, entre Jesús, Samuel y
algún otro hombre de los Servicios Sanitarios, a sacar los cadáveres de los
barracones y amontonarlos en el carro que los llevaría hasta los
crematorios.
Samuel llamo a Jesús cuando encontró a
un hombre moribundo acostado en su sucia litera. Jesús le observó y le auscultó
un momento.
- Le queda poco de vida… – comentó
Samuel.
- Dejémosle que descanse en paz en
estos instantes – apuntó Jesús.
Samuel se arrodilló con parsimonia y
pronunció algunas palabras en hebreo ante el cuerpo exhausto del moribundo:
- Que el señor te muestre el camino
hacia la tierra prometida de Israel – aproximó su cara y le preguntó en hebreo
- ¿Quieres hacer con este hermano tuyo, la Semá?
El hombre asintió con la cabeza. Jesús
se arrodilló junto a Samuel y le preguntó que era lo que estaba haciendo.
- Le he ofrecido la oportunidad de
hacer la Semá o
lo que se entiende por la confesión de fe judía, una bendición final a la hora
de morir.
En aquel momento, una sombra negra
como la desesperanza invadió todo y se ciño sobre las paredes del barracón,
prolongándose desde la puerta de la entrada. Samuel y Jesús se levantaron con
rapidez. Era el Arbeitsdienfuhrer, Friederich Ulm.
Avanzó unos pasos hacia el moribundo.
Aparto de un empujón a Samuel y Jesús de su lado y observó durante unos breves
instantes al hombre tirado sobre el lecho. Sin mediar palabra, sacó el arma y
le descerrajó dos tiros a bocajarro, acabando con su vida.
No hubo ningún comentario, ni siquiera
un quejido. Ttodos los presentes retrocedieron presos del horror y del pánico.
Friederich Ulm los miró a todos con aire de superioridad y comento a Jesús y
Samuel en español:
- Aquí no estamos para perder el
tiempo en estupideces, cuéntaselo a tu nuevo amiguito judío. Ahora, recoger
esta mierda y al crematorio con ella. Toma nota judío, o como te llamés, aquí
yo soy el dueño y señor. No hay más Dios que yo…
Samuel agachó la cabeza y Jesús
respiró al ver que no contestaba.
Una vez que Friederich Ulm se retiró
del barracón, Samuel sin cejar en su empeño de cumplir con los requisitos de su
doctrina, se tiró de rodillas ante el cadáver y pronunció las siguientes
palabras, ya en español para que Jesús las entendiera:
- Bendito sea el Juez verdadero – y a
continuación, cerró los ojos del difunto con sus manos al no haber ningún
familiar presente, pues según la ley de los hebreos debería hacer esto un hijo
o familiar allegado, pero el mas próximo en aquel momento final era Samuel.
Cargaron entre ambos el cadáver hasta
el carro, bajo la atenta mirada de Friederich Ulm que permanecía de pie en la
nieve, en el exterior del barracón.
- Cuando terminéis de recoger y quemar
a todos estos judíos, volvéis al Servicio Médico para tatuaros. ¿Entendido?.
Nada de bendiciones judías, ni ostias de esas. Aquí son una pérdida de tiempo.
Ir pensando que número queréis… ya sabéis. Ahora voy a buscar a vuestros
amiguitos a los que también les toca “tatuarse”. ¿Habéis entendido, judíos?
Samuel, esta vez, no contuvo la ira
que le atormentaba por todo lo visto y sufrido instantes antes y decidió abrir
la boca. Jesús miraba al cielo impotente sin creérselo.
- Soy Sefardí señor. Judío y Sefardí.
Friederich Ulm dio la vuelta con calma
sobre sus pasos y aproximó su cara a la de Samuel.
- ¿Se dirige usted a mi judío? – le
dijo hablando en voz baja, en español.
- Sí señor. Soy sefardí y judío
español, señor.
Friederich Ulm se alejó unos pasos y
puso sus manos sobre la cadera observando a Samuel en la distancia. Jesús
temblaba horrorizado observando la escena, pensando que poco iba a sobrevivir
Samuel en aquel lugar.
- ¡Tiene pelotas el judío enano! –
dijo voz en grito, admirado por el valor de aquel desconocido. Luego levantó la
mano señalando a Samuel – Te voy a hacer un regalo especial por tener esas
pelotas, pero…
El Arbeitsdienfuhrer se aproximó a
Samuel y le gritó echándole el aliento en la boca:
- ¡Que sea la ultima vez que te
diriges a mi perro, porque a la próxima de mato! ¿Lo has entendido, verdad?
Samuel movió la cabeza en señal
afirmativa mientras se le caían las lágrimas y los mocos presa del terror que
estaba sintiendo.
- ¡Y vosotros que miráis, escoria!
¡Fuera, apartaos perros!
La gente desapareció con los gritos
del Arbeitsdienfuhrer. Una vez que se alejó Friederich Ulm, Samuel cayó de
rodillas al suelo, destrozado.
Jesús corrió junto a Samuel y le
comentó al oído:
- Estas loco Samuel, pero eres un loco
maravilloso. Terminemos de recoger a estos pobres desgraciados por los cuales
ya no podemos hacer nada y vayamos al Servicio Médico antes de que este animal
nos busque de nuevo.
Estuvieron el resto de la mañana
cargando y transportando hasta el crematorio los cuerpos de los fallecidos aquella noche. El aire soplaba
desde las montañas próximas y las cenizas que salían por la chimenea del horno
crematorio eran arrastradas por el viento y caían sobre la blanca nieve del
Campo, tornando todo de un gris oscuro abominable. Cuando terminaron de recoger
cadáveres, se unieron en el Servicio Médico a otros compañeros en la horrible
labor de despojar de metales preciosos o valiosos a los cadáveres.
Jesús observó a Samuel llorando
mientras arrancaba un diente de oro a un judío.
- Ve despacio Samuel, así no tendrás
que hacer esto con muchas personas. Yo me encargo de todo, por desgracia estoy
más acostumbrado que tú.
Mientras, en el exterior, el grupo de
trabajadores habituales en nuestra patrulla, Francisco Feijoo y yo estábamos
quitando a paladas la nieve que se había acumulado alrededor de la zona de
seguridad. Nosotros dos estábamos muertos de frío.
El primero en atisbarlo fue Francisco
Feijoo y fue él quien me puso en sobre aviso:
- Serafín, por allí viene el cabronazo
del Arbeitsdienfuhrer y tengo la extraña sensación de que viene a por nosotros.
Friederich Ulm venía a buscarnos al
exterior del Campo de Concentración, con cara de pocos amigos. Se veía que
venía con los ojos encendidos en el fuego del odio. Yo ya conocía esa
mirada.
- Francisco, tienes toda la razón. Ese
tiparraco viene a por nosotros dos.
Nos pusimos a la espera de sus órdenes
dejando de dar paladas de nieves. Comenzó a gritarnos a distancia. Todos los
presentes giraron sus cabezas pensando que aquellos gritos eran para ellos.
Nosotros dos teníamos claro para quiénes eran y lo que pretendían. Uno de los
soldados que nos custodiaba hizo un gesto para indicarnos que acudiéramos con
prontitud hasta donde se encontraba el Arbeitsdienfuhrer.
- ¡ Jüden, jetzt die Merkzeichen! – gritaba
en la distancia.
Francisco me miró buscando una
explicación a lo que decía Frederich Ulm.
- ¿Qué grita Serafín? – preguntó.
-
¡Judíos, toca colocarse la marca! - le contesté.
Ambos agachamos la cabeza y acudimos a
la llamada del Arbeitsdienfuhrer. El destino estaba marcado y no nos quedaba
otra. Por el camino nos encontramos con Marcelino que venía caminando desde la
oficina de comunicaciones. Una llamada le había advertido que se presentara lo
antes posible en el Servicio Médico.
Allí nos unimos a Jesús y a Samuel,
roto por lo que estaba viviendo su primer día entre nosotros. Dejaron de
revisar cadáveres y se unieron al resto.
Friederich Ulm nos colocó a todos
alineados. Sonreía paseando frente a nosotros mientras nos miraba de soslayo.
Daba miedo mirarle a los ojos. El uniforme de las SS, le confería un aire de
superioridad y él lo remarcaba arrasando con todo lo que encontraba a su
paso.
- ¿Habéis decidido ya el número que
queréis llevar? Pensadlo bien; sabéis que va a ser para siempre. Considerarlo
como un regalo, un privilegio. Ninguno de los que han cruzado esta puerta ha
tenido la posibilidad de escoger. Vosotros, al ser privilegiados, disponéis de
ese don que yo os concedo, así que adelante…. decid los números que queréis.
Nos miramos unos a otros sin saber que
contestar. Friederich Ulm levantó el dedo, señaló a Francisco Feijoo gritando
preso de ira:
- ¡Tú!... Di de una puta vez un
número…
Francisco Feijoo dio un paso al
frente, levantó la cabeza y dijo:
- Prefiero que usted sea quien designe
mi número Arbeitsdienfuhrer.
Friederich Ulm se detuvo frente a él y
sonrió. Extendió su mano y golpeó en la nuca a Francisco un par de veces en
señal de complacencia. Como quien acaricia a un perro que le es fiel y responde
a su llamada.
- Así me gusta, fidelidad hasta la
muerte – dijo.
Francisco Feijoo se adelantó unos
pasos y se colocó en la mesa extendiendo el brazo para que le realizaran el
tatuaje. Friederich Ulm tomó su cartera del interior de su chaqueta militar y
miró el número de filiación militar.
- Tu llevarás mi número de soldado
alemán del Tercer Reich. El resto de vosotros los números contiguos. Así, me
recordaréis toda la vida, si salís vivos de aquí…
A continuación, pronunció en alemán
los números que debería grabar el Sanitario a golpe de aguja en el brazo de
Francisco Feijoo. La tortura para todos comenzaba.
- Acht, acht, Querstrich, sieben,
fünf, neun, drei, neun, zwei...
El resto de los que aguardábamos,
traducíamos mentalmente lo que el Arbeitsdienfuhrer iba diciendo al Sanitario.
- "ocho, ocho, barra, siete,
cinco, nueve, tres, nueve, dos…
Francisco aguantaba el dolor sin queja
alguna. Tras hacerle los agujeros de los números le impregnaron bien de tinta
sobre las heridas, para que ésta penetrara bajo la piel.
El siguiente fue Marcelino. No hizo
falta que el Arbeitsdienfuhrer llamara a otro para que tomara asiento,
Marcelino se adelantó. Se sentó sobre el duro taburete de madera y extendió su
brazo ante el Sanitario que efectuaba la operación.
- Acht, acht, Querstrich, sieben,
fünf, neun, drei, neun, zwei… – decía en voz alta Friederich Ulm para que todos
los presentes le escucharan.
A Marcelino le estaban grabando el
siguiente número, en orden correlativo al de Francisco Feijoo, era el 88/759393
y así íbamos a continuar siendo numerados el resto de los que quedábamos en la
sala.
Jesús fue el siguiente y también
aguantó en silencio, sobre todo las sonrisas de Friederich Ulm y ver como le
taladraban la piel quedando ya para siempre grabado el número siguiente, el
88/759394.
Cuando me tocó a mí, me rodaban gotas
de sudor por la frente. Tenía pánico a las agujas y no quería ser marcado como
un animal. Ya tenía asumido que sin marcar no me iba a escapar de allí, por lo
que decidí asumir riesgos.
- Arbeitsdienfuhrer, yo quiero tener
en mi piel mi propio número, como usted me prometió…
Friederich Ulm se aproximó a mi cara y
mantuvo un largo silencio desafiante que me descompuso, aunque tragué saliva
aguantando.
Levantó su mano y golpeó mi cara con
un gesto mezcla de cariño y desprecio, aunque uno no sabía como interpretarlos,
viniendo de quien venían.
- Oveja negra, oveja negra… Pero
tienes razón, te prometí ese derecho. Me desilusiona que, al igual que tus
amigos, tú no continúes portando la dignidad de mi número, haciendo de ello un
orgullo. Pero no por eso vas a dejar de pertenecerme… así que, habla ya ¿Qué
número quieres llevar?
- 3813/157 es el número que deseo,
Arbeitsdienfuhrer.
- ¿Algún motivo en especial por el que
te interese tanto ese número?
- Es el que he tenido como soldado de
la República española, señor. – le contesté.
- Es un número de perdedor – me dijo
escupiéndome a la cara – pero, una promesa mía es una promesa, así que allá tu “Republikanische Spanier”…
Agaché la
cabeza, limpie mi cara con la manga de la chaqueta y sonreí para mis adentros. No
deseaba bajo ningún concepto portar sus malditos numeros. Mi numero de soldado
republicano le habia conseguido escocer.
Me senté en el
taburete y extendí el brazo sobre la mesa sin dudarlo. Friederich Ulm no
dictaba los números a grabar y ante su silencio opté por decirlos yo en
alemán:
- drei, acht, ein, drei, es fegt, ein, fünf, sieben.
El
Sanitario alemán que me tatuaba se quedo impávido esperando la reacción
del Arbeitsdienfuhrer, pero este tan
sólo le hizo un comentario en alemán:
-
Unglaublich, dass Gott einigen dieser Juden diese intelligenz gegeben hat¡
Sonreí
irónicamente ante la expresión que el Arbeitdiensfuhrer había hecho al
Sanitario, maldiciendo su estampa para mis adentros, tras su expresión:
- Parece
increíble que Dios haya dado esa inteligencia a algunos de estos judíos…
Friederich
Ulm vió mi gesto y me dio tal puñetazo que caí al suelo desarbolado. La sangre
me manó a borbotones de la oreja. Me levanté y volví a sentarme en la silla sin
rechistar.
Mientras
el Arbeitsdienfuhrer se asomaba al exterior, Marcelino me preguntó:
- ¿Estás bien?
Con el pulgar de la mano en alto le
contesté que todo perfecto y me eché la mano a la oreja que me ardía como una
brasa.
Aguanté estoicamente a que terminaran
de tatuarme y luego me uní a la fila con mis amigos que permanecían de pie.
El Arbeitsdienfuhrer señaló entonces a
Samuel y éste, se aproximó a la silla con la lentitud del que se siente
derrotado.
Levantó la manga del traje y Samuel
ofreció su brazo al Sanitario para que realizara el tatuaje.
Friederich Ulm se aproximó y murmuro
al Samuel al oído:
- Quizá le guste a usted que le
tatuemos otra decoración. Me refiero en vez de números, ponerle letras. Algo
que le recuerde su condición hebrea. Algo que le consuele en la desdicha… No
sé, pongamos que le tatuamos la palabra “Abaddon”.
Samuel dio un bote hacia atrás en la
banqueta en la que estaba sentado y Friederich Ulm le apretó en el hombro,
haciendo fuerza hacia abajo para que se volviera a sentar.
Los ojos de Samuel se habían
desencajado, pero tras una pausa, en la que agachó la cabeza y reflexionó
contestó al Arbeitsdienfuhrer.
- Si es su voluntad, así sea. De esa
manera estará mi Dios más presente y me recordará que nadie está libre de
pecado. Cuando me mire el brazo y vea la palabra Abaddon tatuada, recordaré que
polvo nací y que en polvo me convertiré…
Jesús me comento en voz baja cuando el
Arbeitsdienfuhrer estaba de espaldas, que Abaddon es un diablo o demonio según
la tradición de los judíos y Friederich Ulm quería dejárselo marcado en la
piel, intentando destrozar un alma mas.
El Arbeitsdienfuhrer reflexionó y tras
crisparse en odio, ordenó al Sanitario que le tatuara a Samuel el número
contiguo a sus compañeros.
- Creo que es mejor judío – dijo
Friederich Ulm dirigiéndose a Samuel – que le tatúen el número contiguo a sus
compañeros, así me recordara usted mucho tiempo y de esa manera cada vez que
mire su brazo recordara que su “Abaddon” personal seré yo: Friederich Ulm.
El Arbeitsdienfuhrer pareció retirarse
en aquel momento satisfecho con la sucia tarea realizada, pero agachó la cabeza
y giro sobre si mismo regresando hasta la altura de Samuel.
Se agachó con suavidad, tranquilidad y
hasta parsimonia para susurrar al oído de Samuel con la fuerza suficiente para
que lo escucháramos claramente todos los presentes:
- Ah! Y por cierto, Samuel. Porque se
llama usted Samuel, ¿Verdad? Bien, solo le diré que me encantan esos dientes de
oro que tiene usted en la boca…
No hay comentarios:
Publicar un comentario